martes, 24 de noviembre de 2015

El drama personal y los demás

Cada persona está inmersa en un drama, que no dejará de serlo porque a nosotros nos pueda parecer ridículo o insignificante; es su drama del mismo modo que nuestro drama lo es para nosotros; lo ignoramos y sólo prestamos importancia a nuestros dramas y, a veces, al de nuestros allegados, porque es la única forma en que podemos seguir adelante, de lo contrario, la consciencia de que cada individuo que pasa frente a nosotros está inmerso en su drama podría abrumarnos hasta la parálisis.

Tenemos que seguir nuestras vidas, sí, pero de vez en cuando no estará de más recordar que el resto de los seres humanos son seres dolientes.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

De la magia, un viaje en metro, Bradbury y la Literatura

¿Qué puede haber más prosaico que ir en la línea dos del metro dirección Cuatro Caminos? Pocas cosas y, sin embargo, hoy, en ese viaje, pude ver la magia operando. Iba leyendo y una joven se acercó a mí para preguntarme dónde conseguí el libro que tenía entre las manos. El libro: El hombre ilustrado de Ray Bradbury, autor y obra que además de la inmensidad del espacio, de su vacío, se sirve de las brujas y de la magia para construir sus relatos. Hay gente que busca esos universos, que busca ese libro en específico.
            El interés común puede hermanarnos, una lectura en común. Vuelvo las páginas del Hombre Ilustrado y me siento como uno de los marcianos que han invadido la tierra; comparto la desesperación de los autores fantásticos exiliados en Marte ante la asepsia humana que los ha proscrito; esa es la magia, el prodigio de Bradbury. De la literatura, he de agregar.
            He dicho, y escrito, que en la posibilidad de hermanar, de unir (la común unión) reside la magia de la literatura. Luego una amiga me dijo que un tercero se mofaba de mí por hablar en nuestros tiempos de magia; ni siquiera puedo decir que haya sentido lástima por esa persona, no lo conozco y no me interesa tratar a alguien que se aferra a vivir en un mundo prosaico, sin magia. Porque, a fin de cuentas, la literatura es magia, es la posibilidad de salir de lo prosaico de nuestras vidas (así estemos leyendo a Zola) y encontrarnos con otro ser humano, con otros seres humanos, descubrir que no estamos solos.  


sábado, 25 de julio de 2015

Descreo de la felicidad

Descreo de la felicidad; le concedo la razón a Schopenhauer cuando decía que sólo dos tipos de personas pueden ser completamente felices: los idiotas y los malos. La búsqueda constante de la felicidad que nuestro tiempo nos exige me parece una vacuidad más, por la imposibilidad e insatisfacción que implica.
     He llegado a tener momentos de inmenso gozo, momentos en que puedo decir que fui feliz —en los que espero no haber sido malo y no me importó ser idiota—, pero ese estado es pasajero; dei gratia, ¿cómo vivir permanentemente en ese estado alterado, con ese ímpetu espiritual extenuante que exige la felicidad? He llegado a ser feliz, sin embargo, prefiero como norma moral no la búsqueda de la felicidad sino el gozo, el disfrute de la existencia.
       Paladear, así sean los tacos de la esquina, lo que se come; ver el cielo mientras se camina —en la medida de las posibilidades, el Distrito es pródigo en cielos color nata, pero a veces ofrece bellos atardeceres—; la plática, por nimia que sea con los amigos. Un humilde carpe diem, que me permita acumular momentos: una noche de sábado en un billar; una caminata por un parque con mi madre y mi hermana; la sensación cálida y el sabor de un café.
         Descreo de la felicidad en el plano personal, en la incesante búsqueda que el individuo hace de ella, pero en el plano social creo que esa búsqueda es obligatoria. Asumo el riesgo de ser panfletario: creo que como sociedad hemos de buscar las condiciones para que todos podamos ser felices o infelices, si nos da la gana.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Hasta entre los perros hay razas

“Hasta entre los perros hay razas”, reza un dicho popular, que refleja mucho de nuestra idiosincrasia. No es lo mismo, por ejemplo, ser homosexual activo que jota pasiva. En todos los grupos se ejercen este tipo de diferenciaciones, de jerarquizaciones.
            Los homosexuales hacen distingos entre la obvia y al que no se le nota —la mayoría jura ser el segundo y los otros son lo primero—, del mismo modo que todos dicen ser activos, o les cuesta un esfuerzo infinito aceptar que, en efecto, les gusta morder almohadas. La homofobia internalizada.
            Las conductas sexuales de cada individuo son privadas y le competen a él y a la persona o personas con quienes las practique (siempre y cuando no esté implicado el abuso), sin embargo juzgamos más “hombre” al activo que al pasivo —como si la actividad sexual se redujera a meter y sacar el pene del ano—. Porque, aunque ambos son despreciables desde la perspectiva heteropatriarcal, lo es menos el que funge como “hombre” en el acto; el que recibe, el que se raja (recordando aquí aquella explicación de Paz en el Laberinto de la soledad) es el poco hombre, es la vieja, es la mujer.
            Seguir con estos discursos sólo perpetúa la discriminación, es, como se dice en mi rancho: “hacerle el caldo gordo” a los valores y prejuicios de la sociedad heteropatriarcal; los cuales, a todos (hombres, mujeres, heteros, homosexuales, niños, ancianos, etc.) nos sentaría muy bien desmantelar.  

miércoles, 6 de mayo de 2015

La sal de la tierra, una profunda mirada a la condición humana


Hay experiencias estéticas que te dejan extenuado, emocional e intelectualmente.  De la obra vuelves al mundo temblando, pasas por un rito de iniciación, dejas de ser la persona que eras, la obra que te produce la experiencia estética te cambia. Así ocurre con el documental La sal de la tierra, el espectador es uno y otro después de verlo.
            Wim Wanders, uno de los directores del filme, nos explica con voz en off, la etimología de fotógrafo: el que dibuja/escribe con luz. Vemos en esas secuencias iniciales algunas fotografías de los gambusinos en Serra Pela, Brasil; las escenas que vemos son vertiginosas, dantescas, profundamente humanas, fueron captadas por la lente de Sebastião Salgado, quien describe cómo fue para él haber estado ahí.
            Juliano Ribeiro Salgado y Wim Wanders nos llevan por un recorrido a través de la vida y la obra del fotógrafo Sebastião Salgado. Un juego, no de espejos, sino de cámaras, la cinematográfica y la fotográfica, donde nos introducimos en el espíritu de ese hombre que ha recorrido el mundo para captarlo con su lente.
            Asistimos a una exposición fotográfica única, una retrospectiva en movimiento, una exploración que estremece continuamente al espectador. Los ojos de sus fotografiados nos observan y también nos observa el mismo Salgado, quien nos cuenta este recorrer del mundo para fotografiarlo. Observar, junto a él, la condición humana en toda su desnudez.

            La experiencia estética que se presenta al espectador es bella y dolorosísima —en más de una ocasión se pueden correr las lágrimas—, pero también es esperanzadora. Búsquenla en cartelera y disfruten de este viaje por la obra de Sebastião Salgado. 


jueves, 23 de abril de 2015

Datos inútiles

Para quien me conoce no es ningún secreto que tengo un problema de acumulación, un funcional Síndrome de Diógenes. Aunque puedo juntar, al modo de Cervantes, hasta los papeles que encuentro en el suelo, creo que lo que más acumulo no son cachivaches, sino datos.
Puedo pasarme todo el día en Wikipedia, brincando de un artículo a otro, de un vínculo a otro; buscando esas migas que son mi encanto, curiosidades históricas, coincidencias, peculiaridades en la vida de los científicos, sus teorías, y un dilatado etcétera que no expondré aquí.
            Coincidencias como el nombre del primer y del último emperador de Roma (el segundo, de la parte occidental, por supuesto): César Augusto y Romulo Augústulo; información sobre el primer templo —Göbekli Tepe—, anterior a la agricultura y a las primeras ciudades, hace once mil años; los huesos de dragón donde se plasmaron las primeros ideogramas chinos; los hijras y el complejo mundo en el que se desenvuelven; las fractales que explica mejor matemáticamente el mundo que la geometría euclidiana; la vida de las estrellas; son sólo algunos de los temas, de una lista que, se sobreentiende, no terminaré nunca, que hacen mi delicia.
            Quizá esta acumulación tenga su origen en esa etapa infantil de las preguntas, que se presenta entre los siete y nueve años, en la que de todo queremos saber el por qué, el cómo y el cuándo. A lo mejor tuve en mi padre alguien interesado en contestar esas preguntas, lo que me llevaba a más y a más preguntas, por lo que la curiosidad nunca se terminó, nunca fue segada con un “cállate niño”.

            Llenarme de esos datos inútiles me ha servido. Mi memoria puede parecer la casa de un acumulador compulsivo, con torres de datos y datos, pero en la que, a diferencia del afectado por el Síndrome de Diógenes, me muevo feliz y que a veces me sorprende con cosas que pensé que no estaban ahí, pero ahí están.    

lunes, 13 de abril de 2015

La creación como transformación, siguiendo por el camino de Proust

El escritor, para llegar a serlo verdaderamente, ha de comprender que cada obra suya es una transformación. No puede salir incólume de la obra, el ejemplo más radical, más palpable de esto es A la recherche, los siete volúmenes que constituyen la obra son el periplo que el propio Poust hubo de hacer para llegar a esa revelación.
            La obra de arte transforma —no somos los mismos al empezar la Divina Comedia que al terminarla; tampoco podremos volver a la ignorancia de Bach una vez que escuchamos sus Variaciones Goldberg—. Pero la transformación ocurre, también, en el creador; lugares comunes, como aquel que reza que en la obra se deja el alma, han llegado a serlo por la verdad que implican: el artista desborda una parte de sí mismo, de su espíritu en su creación. Hay, por ende, un proceso de transformación; el creador no es el mismo antes y después de su obra.
            El creador que no es capaz de volcarse sobre la creación de tal modo que deja de ser quien era, no será capaz de producir ninguna emoción en su espectador, menos aún transformarlo.

            Ese cambio puede ejercerse en muchos sentidos, incluso puede (y este es el caso la mayoría de las veces) ser invisible al resto del mundo. Pero para el artista, para el escritor, esa transformación puede significar una forma de resolver aquello que bajo la superficie se revuelve. Marcel Proust es el ejemplo más claro de esto: descubrir que tenía que escribir A la recherche y la razón por la que debía hacerlo dotó de sentido a su existencia, como nos lo muestra en El tiempo recobrado

miércoles, 8 de abril de 2015

Por qué volvemos...

Por qué volvemos a los lugares, qué es lo que nos hace reconocer como espacios familiares una calle, una casa, un café. Qué es lo que nos proporciona placer cuando recorremos esos sitios. Acabo de volver de Chihuahua, ciudad en la que viví por casi once años (sólo me faltaron dieciséis días), y vuelvo con una grata sensación.
            Mucho se puede hablar de los defectos de la ciudad y de las particularidades de su gente, sin embargo, aunque algunas veces he de darle la razón a Vasconcelos sobre aquello de la carne asada, no puedo definir el carácter chihuahuense; esa pretensión la sé imposible —no hay, a pesar de lo que se creyó por gran parte del siglo XX, ningún carácter de los pueblos—. En cambio, puedo hablar de las personas, con nombres y apellidos, que me hacen volver a sus calles, y, aunque las recorra solo, son ellos quienes las pueblan; mis memorias al lado de ellos.
            Pienso: en las pláticas en un café en el que una vez estuve bebiendo taza tras taza por más de seis horas, el insomnio fue el menor de mis problemas esa noche; en una plazita en medio de una colonia de casas de interés social donde una mañana vi el amanecer; en la avenida que recorrí, borracho, de copiloto, confesando mis preocupaciones; esa casa que fue un refugio y donde volví a apreciar la soledad;  las oficinas del instituto de cultura, la antigua Casa de Gobierno, en donde trabajé y fue mi cotidianidad por poco más de un año; en ese primer departamento donde viví, todavía adolescente, con mi hermana, en las faldas del Cerro del Coronel. 
          Enrique, Hugo, Marisol, Flor, son algunos de los nombres por los que vuelvo a esa ciudad, tanto en la memoria como en persona. Gracias a ellos esa “ciudad cruel, ciudad estéril, que mata toda potencia mental y aniquila toda creatividad” de la que habló Nellie Campobello no la conocí (o, mejor dicho, no me aniquiló).

jueves, 5 de febrero de 2015

Si no la infancia...

Nos dice Saint John-Perse, en Para cantar a una infancia: Sinon l’infance, qu’y avait alors qu’il n’ya plus? Si no la infancia, qué estaba ahí que ya no está; qué era lo que hacía al mundo Mundo, con mayúsculas, todo era nuevo y sorprendente. Sabemos que eran nuestros ojos, nuestros sentidos los que daban ese halo al que en la edad adulta quisiéramos ver de nuevo, con nostalgia.
            Ese universo al que no podemos volver a tener acceso sino a través de la memoria, el patio de juegos es un patio, vulgar, sin ningún encanto más allá que fue el espacio donde los juegos se realizaban. El aire, los olores, los dulces, ahora nos parecen tan  insípidos, y lo son aún más al lado del niño que sentía el aire en el rostro, que olisqueaba el olor de la tierra del jardín mientras su madre trabajaba —me gustaba, he de confesarlo, sacar las lombrices, verlas retorcerse y luego cortarlas por la mitad (qué terribles, e inconscientes dioses somos a esa edad)—.
Una de las tragedias es que nuestros sentidos sean tan nuevos en ese momento y que con el tiempo perciban cada vez de forma más deficiente el mundo. Jamás volveremos a ver esa tonalidad de azul en el cielo, el sabor —muy a pesar de Proust— de un pan no volveremos a percibirlo con toda su variedad, con toda esa sutileza.
Aquí tengo que hacer un apartado, y hablar en favor del adulto en oposición al niño que fuimos, a la perdida de sensibilidad de nuestros sentidos respondemos con el desarrollo de nuestro lenguaje, si somos capaces de ver el cielo a los seis años como nunca volveremos a verlo en toda nuestra vida, nuestra memoria, de la mano del lenguaje, será capaz de recrear todas esas tonalidades y el brillo de esa mañana que pasamos tumbados sobre el zacate viendo hacia arriba de nosotros —y aquí reivindicamos a nuestro querido Marcel—.   

martes, 3 de febrero de 2015

¡Que ahí viene el fin del libro!

Nos asustan con el fin del libro como si fuera el lobo en el cuento de Juanito y el lobo: Que ahí viene el fin del libro, que ahí viene. Se nos asusta como para recriminarnos por nuestro poco interés en la muerte de tan venerable formato en el que aprendimos a leer y que ha servido de sustento para la literatura y la, así llamada, alta cultura, los últimos cinco siglos.
            El libro electrónico va a acabar con nuestra experiencia lectora; no seremos los mismos una vez que se pierda el libro impreso y demás advertencias nos son lanzadas por los defensores del libro en tanto que a objeto. Sin embargo, no creo que el objeto libro vaya a desaparecer y tampoco creo que el libro electrónico sea la panacea y el peligro que se pensó.
            En mi caso leo tanto libros en formato digital como en papel, sin ir más lejos el año pasado casi la mitad de mis lecturas fueron a través de una pantalla —y he de decir que sigo creyendo en el libro como objeto—. Sin embargo, y ahí una de las cosas, la mayoría de esos libros que leí en formato electrónico no los habría comprado —por las razones que fuera, pero generalmente esos libros son del tipo de contenido abierto que se encuentra en línea—, mientras que otros títulos que sí hubiese comprado me eran inconseguibles en ese momento. Los libros, en tanto a objeto, los compro, los adquiero o los busco en una biblioteca porque quiero disfrutar la experiencia lectora que esto implica, que es una obra que quiero conservar físicamente.
            Los libros digitales (estén en Pdf, Kindle, Scribd, Google books o donde sea) tienen ventajas —es cierto, como el hecho de poder cargar en tu celular un libro que en papel tiene 500 cuartillas—, pero aún tienen  limitaciones, como lo cansado que se vuelve la lectura.
            La adquisición del libro, como objeto, se relaciona entonces con nuestro deseo de conservar, de tener físicamente aquella obra, en oposición al archivo digital que no ocupa espacio físico.  

            Otra cosa es que las tecnologías se aprovechan, ese es un hecho, tan es así que ya son pocos los autores que escriben en manuscritos, y ninguno hay que no dependa de la computadora (del Word o un programa semejante) para la escritura. Así que, veamos a Juanito repetirnos Uy que viene el fin del libro, el cual está lejos, muy lejos de ocurrir. 

viernes, 30 de enero de 2015

El escritor impúdico

El escritor ha de ser impúdico, no sólo en la acepción lúdica que se le da al término (en ese aspecto ha de tener cuidado con vanagloriarse de su falta de pudor), sino en cuanto a su mundo interior. El mundo interior, ese abstracto que cada uno de nosotros construimos con nuestras opiniones, emociones, recuerdos, juicios y prejuicios, es lo que el escritor, sin ningún miramiento debe de poner en la hoja en blanco.
            Y ahí radica el problema, ahora sí que como dicen los gringos, ahí es donde la caca le pega al ventilador. Por qué, porque nuestro mundo interior es, en última instancia, lo único que poseemos, nuestro refugio y defensa contra el mundo exterior, contra los demás.
            Mostrar aquello que rebulle dentro de nosotros, lo que somos, al fin, es abrir las puertas de la ciudad sitiada, dejar al enemigo, los otros, entrar. Todos, al menos quienes lean lo que escribamos, conocerán nuestros secretos, quedaremos sin defensas. Esa es una de las razones por las que los malos escritores no se atreven a abrir las puertas de la defensa, por la que siguen siendo pudorosos.
            Somos pudorosos porque tememos que se rían de nosotros, la forma más sencilla de pudor, el temor a que nos vean desnudos, se deriva de la risa que nuestra desnudez pueda causar, los otros ríen de nosotros mientras permanecemos sin ropa, sin esa defensa que representa la ropa frente a ellos.
            Pero la escritura, toda forma de arte verdadera, implica que el artista tome su mundo interior y lo transforme, la actitud cambia, estás frente a los demás y ya no te quedas desnudo por accidente, conoces tu cuerpo y sabes que lo puedes mostrar. Desnudar tu alma —recurro a un lugar tan usado, pero que dado el objetivo de lo que se quiere decir, funciona (¿por qué, si no, los lugares comunes han llegado a serlo?)—, dejar tu espíritu en la obra, porque al fin, sino es esa obra qué quedará de nosotros, nuestro mundo interior se irá cuando demos el último respiro y de qué habrá servido todo ese universo propio que creamos si no fuimos capaces de comunicarlo, de que alguien pudiera compartir lo que en algún momento nos hizo sentir un atardecer de invierno en la casa paterna o ese beso robado a los diecinueve años.  

miércoles, 28 de enero de 2015

El orgullo de las amistades

Puede parecer ridículo decir que uno se siente orgulloso de conocer a una persona, sin embargo, haciendo unas precisiones dicho ridículo se desvanece. Primero que nada, creo ese enorgullecimiento proceda no tanto de la figura, de la personalidad en cuestión, sino de lo que esa persona ha hecho por ti, ayudarte a ser un mejor ser humano.
            Ser amigo de Enrique Servín me hace no sólo sentirme orgulloso, sino profundamente agradecido por la amistad que me ha brindado, por su confianza y sus consejos. Escritor, poliglota, promotor de las lenguas indígenas, son sólo algunos de los aspectos por los que es conocido y reconocido. Es un formador de nuevas generaciones de escritores quien se preocupa por enseñar disciplina y autocrítica. Es encomiable su labor en favor de los pueblos originarios, su trabajo coordinando el Programa Institucional de Atención a las Lenguas y Literaturas Indígenas es de gran valor, a pesar de los pocos recursos, humanos y económicos, con los que cuenta.
            Mi deuda para con Enrique radica en un plano más personal, aunque como escritor me formé bajo su tutela, es en el plano humano donde más le he aprendido. Alguien tan desprendido y sensible hacia las necesidades de los demás, en especial de las personas en situación de vulnerabilidad, no puede sino enseñarte con el ejemplo.

            No me queda sino decirle: gracias.