jueves, 23 de abril de 2015

Datos inútiles

Para quien me conoce no es ningún secreto que tengo un problema de acumulación, un funcional Síndrome de Diógenes. Aunque puedo juntar, al modo de Cervantes, hasta los papeles que encuentro en el suelo, creo que lo que más acumulo no son cachivaches, sino datos.
Puedo pasarme todo el día en Wikipedia, brincando de un artículo a otro, de un vínculo a otro; buscando esas migas que son mi encanto, curiosidades históricas, coincidencias, peculiaridades en la vida de los científicos, sus teorías, y un dilatado etcétera que no expondré aquí.
            Coincidencias como el nombre del primer y del último emperador de Roma (el segundo, de la parte occidental, por supuesto): César Augusto y Romulo Augústulo; información sobre el primer templo —Göbekli Tepe—, anterior a la agricultura y a las primeras ciudades, hace once mil años; los huesos de dragón donde se plasmaron las primeros ideogramas chinos; los hijras y el complejo mundo en el que se desenvuelven; las fractales que explica mejor matemáticamente el mundo que la geometría euclidiana; la vida de las estrellas; son sólo algunos de los temas, de una lista que, se sobreentiende, no terminaré nunca, que hacen mi delicia.
            Quizá esta acumulación tenga su origen en esa etapa infantil de las preguntas, que se presenta entre los siete y nueve años, en la que de todo queremos saber el por qué, el cómo y el cuándo. A lo mejor tuve en mi padre alguien interesado en contestar esas preguntas, lo que me llevaba a más y a más preguntas, por lo que la curiosidad nunca se terminó, nunca fue segada con un “cállate niño”.

            Llenarme de esos datos inútiles me ha servido. Mi memoria puede parecer la casa de un acumulador compulsivo, con torres de datos y datos, pero en la que, a diferencia del afectado por el Síndrome de Diógenes, me muevo feliz y que a veces me sorprende con cosas que pensé que no estaban ahí, pero ahí están.    

lunes, 13 de abril de 2015

La creación como transformación, siguiendo por el camino de Proust

El escritor, para llegar a serlo verdaderamente, ha de comprender que cada obra suya es una transformación. No puede salir incólume de la obra, el ejemplo más radical, más palpable de esto es A la recherche, los siete volúmenes que constituyen la obra son el periplo que el propio Poust hubo de hacer para llegar a esa revelación.
            La obra de arte transforma —no somos los mismos al empezar la Divina Comedia que al terminarla; tampoco podremos volver a la ignorancia de Bach una vez que escuchamos sus Variaciones Goldberg—. Pero la transformación ocurre, también, en el creador; lugares comunes, como aquel que reza que en la obra se deja el alma, han llegado a serlo por la verdad que implican: el artista desborda una parte de sí mismo, de su espíritu en su creación. Hay, por ende, un proceso de transformación; el creador no es el mismo antes y después de su obra.
            El creador que no es capaz de volcarse sobre la creación de tal modo que deja de ser quien era, no será capaz de producir ninguna emoción en su espectador, menos aún transformarlo.

            Ese cambio puede ejercerse en muchos sentidos, incluso puede (y este es el caso la mayoría de las veces) ser invisible al resto del mundo. Pero para el artista, para el escritor, esa transformación puede significar una forma de resolver aquello que bajo la superficie se revuelve. Marcel Proust es el ejemplo más claro de esto: descubrir que tenía que escribir A la recherche y la razón por la que debía hacerlo dotó de sentido a su existencia, como nos lo muestra en El tiempo recobrado

miércoles, 8 de abril de 2015

Por qué volvemos...

Por qué volvemos a los lugares, qué es lo que nos hace reconocer como espacios familiares una calle, una casa, un café. Qué es lo que nos proporciona placer cuando recorremos esos sitios. Acabo de volver de Chihuahua, ciudad en la que viví por casi once años (sólo me faltaron dieciséis días), y vuelvo con una grata sensación.
            Mucho se puede hablar de los defectos de la ciudad y de las particularidades de su gente, sin embargo, aunque algunas veces he de darle la razón a Vasconcelos sobre aquello de la carne asada, no puedo definir el carácter chihuahuense; esa pretensión la sé imposible —no hay, a pesar de lo que se creyó por gran parte del siglo XX, ningún carácter de los pueblos—. En cambio, puedo hablar de las personas, con nombres y apellidos, que me hacen volver a sus calles, y, aunque las recorra solo, son ellos quienes las pueblan; mis memorias al lado de ellos.
            Pienso: en las pláticas en un café en el que una vez estuve bebiendo taza tras taza por más de seis horas, el insomnio fue el menor de mis problemas esa noche; en una plazita en medio de una colonia de casas de interés social donde una mañana vi el amanecer; en la avenida que recorrí, borracho, de copiloto, confesando mis preocupaciones; esa casa que fue un refugio y donde volví a apreciar la soledad;  las oficinas del instituto de cultura, la antigua Casa de Gobierno, en donde trabajé y fue mi cotidianidad por poco más de un año; en ese primer departamento donde viví, todavía adolescente, con mi hermana, en las faldas del Cerro del Coronel. 
          Enrique, Hugo, Marisol, Flor, son algunos de los nombres por los que vuelvo a esa ciudad, tanto en la memoria como en persona. Gracias a ellos esa “ciudad cruel, ciudad estéril, que mata toda potencia mental y aniquila toda creatividad” de la que habló Nellie Campobello no la conocí (o, mejor dicho, no me aniquiló).