martes, 18 de diciembre de 2012

Tres películas para el fin del mundo


Como este viernes se quiere creer que es el fin del mundo, me gustaría hablar de tres películas que de una u otra manera abordan el tema. Melancholia de Von Trier, Another Earth de Mike Cahill y Seeking a friend for the end of the World de Lorene Scafaria. Sé que Another Earth no es propiamente sobre el fin del mundo, pero se asemeja en mucho a la aproximación que Von Trier hace en Melancholia, por eso las quiero tratar juntas.
            Me gusta el cine de Von Trier, Dogville me pareció genial cuando la vi, por eso tenía muchas expectativas sobre Melancholia. No esperaba algo holliwoodesco porque sé que Von Trier no es así, esperaba una perspectiva nueva sobre el fin del mundo, una perspectiva que nos daría la sensibilidad del creador danés. En lugar de eso me encontré con una secuencia lentísima en que vemos moverse apenas a Kirsten Dunst mientras de fondo se escucha el preludio de Tristán e Isolda de Wagner, combinado con rayos violetas y lo que parece ser el fin del mundo por el choque con otro planeta. Esta escena que se prolonga por diez minutos cede su lugar a la primera de las dos partes en que se divide la película que se llama Justine, como el personaje de Dunst y que narra como es el día de la boda de esta y como decide, luego de la fiesta elegantísima en el castillo de su hermana tirar todo por la borda y que eso del matrimonio no es para ella. La segunda parte se llama Claire y se centra en la hermana de Justine; la hermana es interpretada por Charlotte Rampling quien está casada con Kieffer Sutherland y debe afrontar que el mundo se va a acabar, que su hermanita está deprimida y los hizo gastar dinerales en una boda que no se concretó. Un drama que no termina de cuajar, mientras se aproxima a la tierra el planeta Melancholia. Un drama burgués en el mejor de los casos, que no es lo que espera uno ver en una película de Von Trier. La sensación es siempre que a los personajes algo les falta, y no en el buen sentido, es decir que de su carencia sea que sean personajes, sino que les falta algo para que terminen de cuajar como personajes, son chatos, torpes. Von Trier bien pudo escoger a Kristen Stewart para el personaje de Justine, dado el rango de emociones que le exigió a su actriz protagónica.
            Si Melancholia es un drama sobre el fin del mundo en el que no hay drama, Another Earth ni siquiera se atreve a plantearse un fin del mundo. La otra tierra que comienza a acercarse es una imagen que apenas aparece en el cielo y que bien puede ser de serie B, dado la complejidad de los efectos especiales para que esa otra tierra apareciera. La protagonista es Rhoda Williams, interpretada por Brit Marling, quien el día que descubrieron la otra tierra chocó y causó la muerte de una mujer y un niño, por eso fue a la cárcel y perdió la oportunidad de seguir su exitosa carrera académica. Conoce hombre a quien dejó viudo y comienza a visitarlo, diciéndole que es de una empresa de limpieza, se enamora de él y logra irlo sacando de su ensimismamiento. Entretanto se ganó un boleto para ir a la nueva tierra. El drama, que debería ser mucho, se queda chato y no avanza, el director trata de transmitirlo con escenas trilladas como la del viudo llorando entre la basura de su casa que no ha limpiado, pero el guion carece de fuerza y los personajes se dibujan con líneas demasiado burdas, demasiado gruesas. Además de los actores que poco expresan. Se tiene por producto final una película que carece de tensión, a pesar de que aborda episodios dramáticos para sus personajes, el desarrollo parece el de una telenovela mexicana, Cahill también es el guionista.  Película tibia en la que todo está por pasar, en la cual lo que pasa pasa sin el menor chiste.
            Seeking for a friend for the end of the World fue dirigida por una mujer y estrenada este 2012, a diferencia de Melancholia y Another Earth que son del 2011. Esta película no es un drama ni busca serlo, es una comedia romántica, pero a pesar de lo que ello implica supera con creces las deficiencias de ese género. El protagonista es Dodge, interpretado por Steve Carrell, a quien su esposa abandona el día en que se sabe la fecha y la hora del impacto de un asteroide que acabará con todo, unas cuantas semanas les quedan de vida a todos. Lorene Scarafia, tanto con su guión como con su dirección, consigue transmitir la sensación que como sociedad tendríamos si el fin del mundo estuviese a la vuelta de la esquina y supiéramos todos que nadie sobrevivirá. La sociedad comienza a descomponerse, en ese ambiente Dodge vendedor de seguros y abandonado por su esposa conoce a su vecina Penny a quien ayuda a escapar de la ciudad cuando los disturbios se propagan, juntos viajan, primero a casa del primer amor de Dodge y después a la casa del padre de él,  mientras conocen personajes variopintos que intentan bien sea morir antes del fin definitivo o que esperan con entrenamiento militar sobrevivir el impactor. En ese viaje Dodge y Penny se enamoran y bla bla bla, pero Scarafia consigue ambientar el valemadrismo que todos experimentaríamos si el fin del mundo fuese a ocurrir en unos días, la sociedad, sin trabas.
            Las tres películas coinciden en que sus directores fueron sus guionistas, las dos de 2011 fueron hechas por hombres y el tipo de drama que manejaron con un personaje femenino como protagonista se quedo chato, inverosímil en ese espacio que intentan mostrar, algo les falta para que les creamos. Mientras que Scarafia se va más por el lado del humor, y muestra suicidios, turbamultas que toman la ciudad, carreteras despobladas, personas que se niegan a creer que todo acabo y se mantienen aferradas a sus rutinas, el sinsentido de la vida de todos los días mostrado por el fin definitivo, y el amor como una respuesta, como una forma tímida de dar sentido a la existencia, aunque todo esté por acabarse. 

jueves, 13 de diciembre de 2012

Santaclós o la frustración


En estos días he recordado el tiempo en que mis papás nos llevaban a mi hermana y a mí nos llevaban a la ciudad o las tiendas de los campos menonitas a escoger el regalo que Santoclós nos iba a traer. Íbamos de tienda en tienda, viendo juguetes, pensando cómo podríamos jugar con ellos, cómo relacionarlos con los juguetes que ya teníamos, mientras mi mamá consideraba el precio y lo adecuado del juguete para nosotros y nos desanimaba cuando ella consideraba que no era el adecuado.
            Mi mamá fue experta censora, evitó todo aquello que denotará violencia (aunque, la excepción a la regla, una vez sí me compró una pistola con balas de hule) y favoreció todo aquello que reforzaba los roles de género (granjitas, trilladoras, trenes, carros eran para mí, mientras mi hermana recibía muñecas, casitas, trasteritos). A pesar de ello nosotros jugábamos entre sí, por lo que Betty me ayudaba a construir carreteras de zoquete y a mover circos en el tren, mientras yo marcaba los límites que tendría su casita y poníamos juntos lo que haría las veces de muebles, además me tocaba tomar el Ken cuando jugaba con sus Barbies. Lo cierto es que entonces ni siquiera me pasaba por la cabeza que mi mamá censuraba los juguetes que nos daba, ni siquiera creo que lo hiciera de manera consciente; los regalos que tuve de niño me gustaron, me divertía mucho descubrirlos en mi almohada la mañana del 25 de diciembre (esa era la costumbre que tenía Santoclós en nuestra casa).
            Para mí la sorpresa no era la mañana de navidad, que ya sabía qué me iban a traer, lo había escogido antes, aunque guardaba la esperanza de que hubiese recapitulado y me fuera a dar algo que deseaba más, ese algo cambiaba año con año. Ese problema fue uno de los primeras insatisfacciones que tuve con el habitante del Polo Norte. Deseé en varias navidades un Caballero del Zodíaco, el que fuera, los veía en las tiendas de importaciones y quería uno (en casa jugaba a ser uno de ellos, una gorra era el casco, los cuernos torcidos de una bicicleta las hombreras, alambres las cadenas de Andrómeda, pero no era lo mismo que un muñeco de acción con su armadura desmontable y que podía armarse como la figura del zodíaco que era);  también quise un violín, no tenía como aprender a tocarlo, pero lo quería; y un transformer, que tampoco me interesaba cuál con que fuera transformable (de ese estuve más cerca, compré uno pirata en un viaje escolar con el dinero para la comida y después en un bazar mi mamá me compró otro, ese sí Starscream).
            Pistolas y juguetes bélicos nunca quise, con eso mi mamá no tenía problemas, pero su objeción por la violencia implícita en ese tipo de chucherías se proyectó sobre los Caballeros del Zodiaco y esgrimía ese argumento para que yo no los pidiera, o en otras palabras, para que entendiera porqué no me lo iba a traer Santoclós. En ese caso fue tanto mi deseo de tener un muñeco de acción de ese tipo que aún hoy, cuando llegó a ver uno en una tienda departamental me emocionó como cuando niño y deseo tenerlo.
            Aunque deseé esos juguetes no fueron la mayor frustración que tuve en relación al anciano obeso vestido de rojo, una la tuve porque no recordé que nos visitó para entregarnos nuestras bicicletas, la otra cuando supe que mis papás eran Santaclós.
            En el ejido donde crecí había un hombre que tenía cámara de video y que se disfrazaba, a veces, de Santoclós para darle los regalos a los niños, los regalos que por su puesto sus padres habían comprado. Ese año mi hermana y yo pedimos bicicletas, uno de los regalos que más caros les salieron. En la mañana encontré la mía al pie de la cama, era verde con negro y sus llantas olían a caucho nuevo, en la sala nos esperaban mis papás y me preguntaron que si qué pensaba por la visita de Santoclós, les dije que no lo vi. Ellos en respuesta pusieron un casette en la video y me vi, en pijama y adormilado abrazando al viejo vestido de rojo con una barba blanca falsa. Nunca pude recordar ese momento, recuerdo el video y yo contento por el regalo, pero no que me hubiesen despertado ni que fue Santoclós y todo lo demás.
            La otra frustración fue cuando acabaron mis ensoñaciones en relación a este personaje y su taller en el Polo Norte. Una tarde por estas fechas mis papás nos contaron que ellos eran Santoclós, yo no podía creerlo, me sentí afrentado y por ello lloré toda esa tarde, hasta terminar hipeando como sólo consiguen hacerlo los niños. Yo  tenía diez años y la navidad, a partir de ese día perdió mucha, mucha de su magia. Ahora, ya sin la frustración que Santoclós me dejó disfrutó la Navidad porque hago, junto a mi hermana y mi mamá la cena, convivo con la familia y doy presentes. Felices fiestas.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

La sal y el pan.


Algunas ventajas es posible encontrar en el hecho de vivir en el límite del tiempo, en el cacareado “fin de la historia”, por lo demás no me agrada el sistema mundo donde se ha impuesto la versión estadounidense del capitalismo con sus corporaciones y todo eso. Decía que algunas ventajas, a pesar de lo anterior, tiene vivir en nuestros días y una de ellas es en función de mi hedonismo (hablo de las ventajas partiendo de cómo veo el mundo): la comida y el goce derivado de ella.
            En estos días es posible encontrar ingredientes de muchas latitudes y gracias al  internet (que sirve para más que ver porno, series y nos estén espiando) es posible comer o preparar platillos de muchas, por lo menos las más importantes, tradiciones culinarias del mundo. No sólo eso, en esta ciudad que llamamos Chihuahua tenemos un par de restaurantes de comida tailandesa, lo que no es poco decir para un lugar donde más que cultura hay carne asada, como se mofaba de nos el escritor pronazi con pretensiones presidenciales.
            Además de la comida Tai y gracias a Enrique Servín es posible comer platillos exóticos al paladar chihuahuense, e incluso mexicano, vía el Restorán Secreto, que, por ese nombre, se ha ganado una imagen extravagante y casi mítico. En ese lugar y de la mano de Tere Ortega podemos disfrutar de comida georgiana, iraní, tai, china, francesa y a veces hasta mexicana.
            En alguien tan goloso como yo ese tipo de cosas son como pimienta sobre un bistek, la vida se disfruta más si se come bien. El buen comer, un buen comer también se da con una buena compañía, con platicas de sobremesa que nos hacen disfrutar tanto como la lectura de un buen libro. El Restorán Secreto tiene esa virtud. Mis amigos, cuando comemos juntos, bien sea en restaurantes o en casa de alguno que hizo comida también.
            Esa es una de las razones por la que me gusta tanto cocinar, para compartir, cuando vivía solo no disfrutaba hacerme comida porque sabía que sólo yo la probaría. El acto de cocinar es un acto de comunión con el Otro, compartimos nuestra visión del mundo de los sabores, compartimos nuestro gusto y esperamos ser agradables. El arte culinario es un arte efímero que sin el espectador-degustador no puede existir.
            Me gusta el buen comer, he mejorado mi capacidad para ello, quizá por eso los bufés han dejado de serme atractivos, los atracones que antes era capaz de darme no me ilusionan (una de las ventajas de tener trabajo y no andar hambreado). Sigo siendo tragón, pero degusto más y me gusta compartir. Así que los invito, cuando quieran a compartir la sal y el pan, que por mi cuenta correrá la preparación de la comida. 

martes, 11 de diciembre de 2012

De la nuez cimarrona, la memoria sensible y la niñez


La infancia está poblada de sensaciones, por su naturaleza de formación deja en nosotros un complejo cuadro de recuerdos, que Marcel Proust supo captar tan bien. Cualquier metáfora sobre nuestra memoria y la infancia es insuficiente, si se le visualiza como un valle donde cada rincón, cada accidente orográfico, cada parte del paisaje es un recuerdo, una sensación…
            Así, en los vericuetos de ese valle, en un recodo del río de la memoria está una noria, un nogal cimarrón y un niño. Ese niño pasaba toda la tarde golpeando con una piedra las nueces duras y negras del nogal, en la base de la noria, viendo a veces por entre los tablones el fondo del pozo, a pesar de los regaños de su madre. Mi hermana estaba conmigo, machacando también nueces, lanzando piedrecitas para escuchar cuando caían al agua en el fondo de la noria. A veces corría un viento frío y levantaba un poco de polvo, seguíamos comiendo y machacando nueces. Una de mis tías que apenas dejaba de ser niña iba y lanzaba el balde al fondo de la noria y nosotros le ayudábamos a mover la polea para sacar el agua fresca y cristalina.
            Han pasado de eso más de veinte años, la casa en que vivía mi tía y los abuelos se está cayendo (mis abuelos hace mucho que ya no son en el mundo), el nogal se secó. La noria sigue en donde estuvo y aún tiene agua en su fondo, de él a veces abrevo en mis sueños.
            La niñez es como un valle, más como todo valle cambia. Sé que con el hecho puro de recordar cambio aquel momento como fue, que incluso la memoria sensible que me retrae a aquellos días y aquellos espacios me obliga a cambiar, aunque no lo quiera, esas tardes y todos los días que atesoró de aquel tiempo. A pesar de ello disfruto de evocar esos olores, el viento helado del invierno que se acercaba, el polvo arenoso del patio donde estaba la noria, la base de cemento del pozo donde machacábamos las nueces y recogíamos los pequeños trozos entre la dura cáscara.
            A qué viene todo esto, acabo de comer una nuez, ni siquiera era cimarrona, pero su sabor me hizo recordar aquellas tardes en que comía nueces cimarronas al lado de mi hermana. La memoria esa capacidad para mantenernos unidos con quien fuimos y lo que sentimos.  

lunes, 10 de diciembre de 2012

Apuntes de mi vigésimo octavo cumpleaños


Cuando estaba entre los diecisiete y los dieciocho leí, no recuerdo dónde o de quién, que nuestra percepción del tiempo cambia con la edad, que el tiempo avanza de manera más lenta conforme eres más joven, porque tu cerebro compara con el tiempo que has vivido. Así para un bebé en su segundo día de nacido ese día será larguísimo porque sólo ha vivido un día, mientras que para una persona que pasa de los sesenta un año sólo representa la sesenteava parte de su vida. Conforme me han pasado los años he observado que los años me duran menos, percibo que pasan cada vez más rápido.
            Hoy cumplo 28 años, los años que en mi niñez me parecía duraban tanto ahora se me van volando, sensación que con la edad irá aumentando. Ya no siento la incertidumbre que tuviera en otros tiempos cuando se acercaba esta fecha, sé que tan mal mal no voy.
            Quienes me conocen saben de la perorata que acompaña a mis reflexiones sobre envejecer, la vida como una agonía y todo lo demás. Lo cierto es que en este mar de lágrimas no me ha ido tan mal, podría irme mejor, pero estoy satisfecho con lo que tengo y con lo que he conseguido. Esas son el tipo de reflexiones que se esperan al llegarse la fecha del cumpleaños, además de las preocupaciones inherentes a la treintena a la que ya le voy pegando.
            Agradezco a las personas que están conmigo, quienes han compartido sus vidas y con quienes he disfrutado de la vida. Gracias a ustedes puedo sentirme hoy feliz y satisfecho, gracias a ustedes seguiré sintiéndome así en los próximos años. 

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Café


La casa de mi abuela por la mañana, ella aplaudiendo para hacer los testales de las tortillas de nixtamal y el olor del café de olla en la estufa es uno de los recuerdos de mi infancia. Fueron muchas las veces que estuve en aquella cocina en la mañana, pocas veces he vuelto a percibir el aroma de aquel café hirviente. El café soluble suplantó al de olla.
            Mis padres, en especial mi madre, son cafeteros. En mi casa, desde que recuerdo nunca faltó un frasco de café soluble; ella prefiere el Dolca. En mi infancia me decían que no tomará porque no era bueno para los niños, mi abuela me decía que se hacía uno prieto; la reproducción de los prejuicios, pero ese es tema para otro post. Una que otra vez llegué a probar el café y aunque no lo probé sin azúcar, nunca nunca me gusto, me parecía demasiado amargo, una vez escupí el trago que me convidó mi mamá en una maceta (sobra decir que el hecho de haber durado más tiempo con el trago en la boca para escupirlo me hizo saborear más su amargor).
            Ni en mi adolescencia llegó a gustarme el café. Cierto es que tuve en mi casa siempre un frasco pequeño, pero más por las visitas que pudiese hacer mi madre que por gusto. Ahora mi gusto, que raya en el vicio, parece salido de la nada, durante más de la mitad de mi vida nunca tuve un interés particular por el café. Ni siquiera cuando empecé mis pretensiones escriturales.
            Mi gusto por el café en mucha parte se lo debo a Enrique Servín, fue en los cafés donde empezamos a reunirnos a platicar y mientras iba aprendiendo a tomar café (negro y sin azúcar) mi amistad con él creció. Desde hace unos seis o siete años nos hemos reunido en cafés.  En parte por ello le agarré el gusto.
            Pero de ser cafetero de ocasión pasé a ser cafetero diario. No me gusta el café soluble, además del sabor mediocre no soporto su acidez en el estomago. Probar un café caliente en la mañana es uno de los placeres de esta vida. Para trabajar o pensar no hay como el efecto de la cafeína en el organismo. El café se ha amoldado a la perfección con mis entretenimientos de lecturas varias de escrituras varias.
            Cierto es que la historia del café apasionante, los matorrales en los montes etíopes, en los escarpados de la península arábica, su difusión por Eurasia de la mano del islam, la prohibición del  Urbano VIII de consumirlo, los cafés de la ilustración en Francia, etc.; pero es apasionante al igual que los principales productos de nuestras mesas: el té, el tomate, el arroz, el maíz.
            Espero que al leerme tengan una humeante y fragante taza de café en la mano, o que al menos, cuando bebas una taza recuerdes este post. Aquello será como si estuviésemos en un café una tarde, platicando de literatura o de cualquier minucia de esto que llamamos vida.