domingo, 27 de abril de 2014

Los arduos manuscritos

Fray Diego está preocupado. Tiene trece años en las tierras del Yucatán, ha caminado entre las selvas, rescatando de las manos del demonio las almas de los indios. Son como niños, piensa mientras los ve cargar sobre su espalda las trojes de maíz. Por eso quiere salvarlos; por eso vuelven a caer en sus idolatrías.
            A los oídos del fraile franciscano han llegado rumores. Las ceremonias y los antiguos areitos se siguen practicando, en los cenotes, en las kúes, bajo las ceibas. Sabe que algunos de ellos aun guardan imágenes de sus demonios, de las figuras a las que les ofrecían su propia sangre; sabe que los más viejos resguardan los libros, con esas imágenes de contrahechos rostros y deformes bestias.
            Fray Diego los bautizó, caminó por las selvas para darles la palabra del señor, la buena nueva. Se pierden, temé; siguen haciendo sus sacrificios. No puede aceptar que su labor sea inútil.
            Hemos crucificado a un niño bajo la ceiba, a la horilla de un cenote. Le dijo un joven a quien él había bautizado, el joven está orgulloso y espera la aprobación de fray Diego. Él calla.
El fraile franciscano se siente perdido. Tanto ha sido mi error, piensa. No acaba de entender cómo fue que ellos no recibieron su mensaje, en qué se equivocó. La mano del maligno; no deja de atormentarse por el niño que  ellos crucificaron en la selva, mientras ve al joven que se lo confesó arder en medio de la plaza de Maní.
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Aristóclito no es el último bibliotecario, como él hay otros escribas que caminan por los pasillos polvosos y viejos de la biblioteca. Copiando manuscritos, revisando los antiguos papiros, fatigando el mundo en los anaqueles.
            Aristóclito nació en Alejandría, recibió la profesión de su padre. Los pasillos que recorre, día con día, sabe que apenas son una sombra de lo que fueron. Esa no es ya la biblioteca que fue en tiempos de César. Su labor es la de una hormiga dentro de la biblioteca, en sus galerías secas y oscuras.
            Desde el alba hasta el ocaso Aristóclito copia los manuscritos, los archiva, los aprende, los sueña. Le fue indiferente el sitio que Amr Ibn al-As hizo sobre la ciudad, los trece meses en que fueron escaseando los alimentos. Se conformó con comer menos cada día. Fue la misma indiferencia que tuvo su padre cuando los sasánidas tomaron la ciudad.
            Como sus compañeros, ignoraba a los hambrientos que se unían a los leprosos en las calles y que estiraban sus sucias manos a los transeúntes. No se preocupaban de los caballos que rodeaban la ciudad, que envenenaban las aguas del Nilo.
            Amr Ibn al-As hizo que sus caballos y sus jinetes tomaran la ciudad, sus gritos resonaron sobre los débiles defensores. Los centinelas, hambrientos, no pudieron herirlo ni a él ni a sus hombres. Se hizo con Alejandría.
Amr Ibn al-As recibió la orden del califa Omar. Si los libros contienen la doctrina del Corán, no sirven porque repiten; si la contradicen, no tiene caso conservarlos.  Aunque el conquistador de Egipto lamenta la decisión, obedece.
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María de los Ángeles de Kob fue sepultada en Maní en 1623, a la edad de ochenta y cuatro años. Sus nietos y bisnietos recordaban de ella su rostro redondo, fragante a especias, doblada sobre alguna tela donde tejía, y su voz, sus palabras mayas hablando de libros y dioses consumidos por el fuego.
            Ella se convirtió en el centro de la casa de los Kob. A su alrededor, nueras, hijas, nietos y bisnietos trajinaban. Ella era cacique en la cocina, todo lo ordenaba: la cantidad de achiote que debían poner a los guajolotes, el tiempo de cocción de atoles y la vainilla que llevaban. En las tardes, mientras bordaba vestidos, les hablaba a sus nietos.  
            Recordaba a un fraile, la plaza de Maní, figuras de dioses (Chaak, el joven dios del maíz, el corazón del cielo, Kukulcan, Ixchel, nombres que en los oídos de los niños no tenían el poder que tenían para la vieja abuela), los libros de amate amontonados, las ordenes del fraile, su rosario en la cintura, una tea en la mano. El fuego leyendo, por última vez, la escritura, saltando de glifo en glifo, consumiendo los listados de monarcas, las genealogías divinas, reyes conquistadores y constructores de ciudades blancas y prístinas,  poemas tan antiguos como el mundo, a los gemelos solares y su juego de pelota, la serpiente de doble cabeza que sostiene el mundo, los cuatro rumbos ardiendo en la hoguera.
Ella nació en T’hó. Era una niña cuando veía a los Montejo salir de su ciudad para conquistar la península, entonces se llamaba Itzel. Era descendiente de los nobles, de los chanes, de los itzaes. Fue bautizada como María de los Ángeles. Sabía la lengua de los conquistadores, nunca la hablaba. Fue casada con un hombre de Maní, Francisco Kob.

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Amr Ibn al-As camina por las calles de Alejandría. Las pesuñas de su caballo resuenan, todos callan a su paso. Del desierto corre un ligero viento, mece la capa del conquistador. Hacía el sur arde el fuego del Faro.
            El caballo se detiene frente a un edificio de piedra caliza, fue mucho más grande y sólo sobrevive la esquina que el conquistador observa. Los soldados de Amr Ibn al-As entran al edificio. Él ve los arcos construidos siglos antes.
            Los bibliotecarios son sacados a empujones de su santuario. Algunos cargan entre sus túnicas los papiros en que trabajaban, los soldados se los arrebatan, no les importa desgarrarlos. La luz de la calle, de la tarde, lástima los ojos de los trabajadores de la biblioteca.
            Para ellos es un accidente más; los gobernantes que vienen a interrumpirlos, apenas por un tiempo, de su actividad en la biblioteca. Como Amr Ibn al-As otros ya han intentado destruirlos: Teofilo, obispo de Alejandría; Valeriano perseguidor de Zenobia; Diocleciano; Julio César. El día de mañana, pasado mañana, el conquistador islámico se ira, como se fueron los otros, y ellos volverán a sus anaqueles, a las galerías y a los manuscritos.
            Los soldados traen teas, entran a la biblioteca. El humo comienza a salir de las pequeñas ventanas. Las llamas se reflejan sobre los muros. El papiro arde, Beroso y su Historia Babilónica,  los cien dramas de Sófocles, el emperador Claudio y su historia de los etruscos y su historia de los cartagineses, desde la India hasta Hispania todo arde, el techo cruje, las llamas lo consumen todo.
            La voluntad de Alá se ha cumplido. Alcanzo a escuchar Aristóclito, a Amr Ibn al-As mientras subía a su caballo. Esa noche Alejandría tuvo dos faros, su humo se elevaba sobre la ciudad.
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La joven Itzel llora. Su marido, junto a ella no dice nada, también está acongojado. Los viejos gritan, invocan a los búhos del inframundo. Fray Diego lanza sobre la pira más objetos, al infierno han de ir los demonios, piensa, mientras lanza los encuadernados libros de amate y piel de venado.
            Los Xiu no dijeron nada, no se opusieron. Lo ven todo, muy cerca de fray Diego. Los libros que pertenecieron a su familia, junto con Uxmal y las tierras del occidente, arden en la pira de fray Diego. Se persignan cuando el fraile se los ordena.

            El fuego se traga todo. Cruje y deja tras de sí humo y cenizas. Los espíritus  en la selva callan, la noche avanza sobre Maní, las brazas de la pira se van apagando, Itzel y los demás no quieren irse, ven, incrédulos, las cenizas en medio de la plaza, el polvo de los dioses. 

*Publicado en la Antología de Becarios del FONCA 2010-2011 Primer periodo, Tierra Adentro, septiembre de 2011