miércoles, 29 de octubre de 2014

Mis lecturas.

¿Quiénes somos? Ese es el punto que revelamos, develamos, al hablar de nuestras lecturas. Aunque muchos de nosotros compartimos más o menos un universo de lecturas, la forma en que nos han afectado no ha sido la misma para cada uno de nosotros. Son nuestras circunstancias lo que nos hace elegir ciertas lecturas en lugar de otras.
            Dos circunstancias me definen: haber crecido en un ejido y ser homosexual. Ejido Progreso es un rancho de unas trecientas personas ubicado en el municipio de Cuauhtémoc, al noroeste del Estado Chihuahua, rodeado por los campos menonitas.
Como un niño que por más que trataba no podía evitar verse diferente —por decir lo menos— aquel ambiente era difícil; mis compañeros siempre que tenían oportunidad me agredían. Esa exclusión me llevó a buscar identidad y compañía en otra parte que no fuera con mis congéneres, y lo encontré en dos lugares, la televisión y los libros.
            Antes de continuar he de hacer un paréntesis, para señalar porqué los libros llegaron a ser un refugio, esto fue gracias a mis padres. Ellos, aunque nacidos en ese ejido en que crecí, no eran, no son, los típicos habitantes de rancho. Mi padre apenas pudo terminar la primaria, lo cual no le impidió, desde que aprendió a leer, devorar cuanto libro o revista cayera en sus manos; desde los Ovnis hasta Víctor Hugo, y eso sí, nunca poesía. Mientras que mi madre, al  salir de la primaria, tuvo que irse a trabajar como sirvienta (la tercera de ocho hermanas debió ayudar a la casa paterna con los gastos como hicieron sus hermanas mayores). Ella se fue a Chihuahua, donde después consiguió trabajo en la insipiente industria maquiladora, labor con la que pudo pagarse estudios de secundaria con secretariado. Estaba, está, convencida de que la educación es un antídoto contra la pobreza —nos ha contado que cuando tenía ocho años ella y sus hermanas iban a la pisca del maíz descalzas, pisando la escarcha de las heladas sobre el pasto—. Cuando mis padres se casaron ni siquiera iban a vivir en el ejido en que nacieron, pero a mi papá le ofrecieron cuando yo tenía cuatro años ser analista de la bodega de la CONASUPO y por eso terminé pasando mi infancia en ese ejido. Hago este rodeo para señalar que de alguna manera ellos fueron quienes sembraron la semilla del escritor en mí, desde antes de que naciera.
            Vuelvo a mi infancia, cuando me refugiaba en la tele y en los libros. Señaló la televisión porque en ese ejido era una fuente de cultura. Muchas de mis primeras referencias literarias o de cultura general las tuve por la televisión: fue en los Simpsons donde supe de la existencia del Quijote (habrá algunos que aquí recordarán el episodio) —esa novela que es tan importante para mí—; mi  interés  hacia la mitología y la cultura grecolatinas empezó por los Caballeros del Zodiaco.
            Recuerdo tres libros que no me cansé de hojear, eran de gran formato con fotografías e ilustraciones, uno de ellos tenía mis primeros garabatos con crayón rojo. El primero, el que rallé, era un libro de historia natural, ilustraba la evolución de la vida sobre el planeta desde los microrganismos hasta los grandes mamíferos prehistóricos, ahí supe que no sólo hubo dinosaurios, sino ciempiés que pudieron haberme tragado; ese libro fue perdiendo las pastas en el transcurso de mí infancia. Luego estaba un libro de editorial Salvat que se llamaba El Universo y que traía una fotografía de la nebulosa del cangrejo en la portada (quizá no era esa y mis experiencias posteriores la han cambiado, la falible memoria); en aquel libro pude refugiarme en la inmensidad del universo, había algo más que ese pueblo donde vivía, las estrellas eran más que puntos brillantes; aunque “inconmensurables globos de gas incandescentes” no era muy concreto para un niño de nueve años, creo que veinte años después sigue manteniendo abstracción.
Por último estaba Mi libro amarillo de historias bíblicas, que así es como se llama, no era mío. Una tía que vivía en Estados Unidos y se convirtió al protestantismo dejó ese libro en casa de mi abuela materna, es básicamente la biblia ilustrada para niños y yo me fascinaba hojeándolo, viendo la destrucción que Dios hacía de ciudades, Josué soñando y hablándole a Faraón, las murallas de Jericó cayendo por el sonido de trompetas, David huyendo de Saúl y todos esos cuentos —los prefería al catecismo, aunque Jesús no estuviese crucificado sobre una cruz—, cierto es que con el tremendismo de los autores de esa obra me era más atractivo el Viejo testamento que el nuevo. Andando el tiempo empecé a leer en la secundaria la Biblia latinoamericana, que mi madre, como buena católica no tenía en casa aunque dicha obra hubiese sido editada por la Iglesia.
            Así logré sobrevivir, en cierta manera, a mis años en la primaria. No todo fue malo, es cierto, pero fue lo malo, la incapacidad para conectarme con mis congéneres por mi diferencia, la que me llevó a la lectura, la que me llevó a ver el mundo de manera distinta a los demás.
En la secundaria, ya en un pueblo de unos cinco mil habitantes, me inicié como lector propiamente dicho, leía cualquier cosa. De entonces recuerdo a Sir Arthur Conan Doyle y algunas de las aventuras de Sherlock Holmes, el Infierno y el Purgatorio de Dante —entonces no era un lector muy disciplinado—, una historia del Batallón de San Patricio del cual he perdido tanto el título como el autor, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift y cuantos números podía conseguir de la colección La Ciencia Para Todos del Fondo de Cultura Económica. También entonces empecé a leer el Quijote, ahí descubrí que el habla de la gente mayor en mi rancho estaba plagada de arcaísmos; en el mismo sentido y en esa época, la lectura de El Llano en llamas me hizo comprender que el mundo que vemos todos los días puede ser literatura, los pueblos de Rulfo aún existen.
Cuando entré en la preparatoria leí el Orlando de Virginia Wolf, seguí leyendo el Quijote —lo llegué a leer unas veinte veces— gracias a lo cual y a un concurso estatal me gané un viaje a España. Entonces conocí a Borges, por medio de sus Ficciones, a Bradbury con su Farenheit 491 y a Nietzsche. Antes de salir del Conalep sabía que sería escritor, usé una oliveti roja que fue de mi mamá para escribir más de cien cuartillas de una novela que, dei gratia, se ha perdido.     
Me fui a la capital del estado, lo hice para estudiar y convertirme en escritor, de eso hace once años. Ahí descubrí la poesía, que para mí, como para mí padre, no era sino cursilería y rima, vivía en el error. Gracias a quien fue mi pareja por ocho años y medio pude acercarme a ese misterio que es la poesía. Mis lecturas, en ese sentido, las que siempre me acompañan, son el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, Poesía incompleta de Wislawa Szymborska, la antología general de los Contemporáneos que editó la UNAM y la Antología de poesía china que tradujo y compiló Marcela de Juan, el Florilegio de Sor Juana. He de agradecer a mi maestro y amigo Enrique Servín enseñarme a memorizar poemas.
En ese tiempo conocí a Gustav Flaubert, a Lev Tolstoi, a Yasunari Kawabata, a Yukio Mishima, a José Donoso, a José Lezama Lima, a Vladimir Nabokov a Simone de Beauvoir, a Margarite Yourcenar, a Anton Chejov, a Thomas Mann, a Marcel Proust. Hablar de la forma en la cual la obra de ellos me ha cambiado me llevaría los días de Matusalén.
Estudié Historia, lo que me permitió entender que mi vida, la vida de todos nosotros no es, no puede ser, sino a partir de los demás, no podemos entendernos solos. Somos, al fin, animales gregarios. Somos nuestro pasado, el pasado de nuestros padres y nuestros amigos. Con ese pasado es con lo que construimos nuestras vidas. En el mismo sentido que las personas con quienes vivimos, con quienes convivimos nos definen, así las lecturas que hemos hecho nos definen, como nos define la razón por la que elegimos ese mundo que es la literatura.     

La literatura ha sido un refugio para mí. Una forma de romper mi soledad. Por eso escribo, para conseguir esa comunión, esa común unión, que la lectura me ha dado. Entender al otro, salvar nuestras soledades, salvarnos de nuestras soledades. 

jueves, 23 de octubre de 2014

Hay cuarenta y tres jóvenes que siguen sin aparecer

Hay cuarenta  y tres jóvenes que siguen sin aparecer, luego de que los secuestraron el 26 de septiembre. La indignación, el dolor, me sobrepasan. Mis palabras no ayudarán a los padres y a las familias porque ellos lo que ahora necesitan es encontrarlos.
Decir que el país se está desmoronando, que esto es producto de la corrupción institucional, de la descomposición de social, es decir nada, es repetir lo que todos están diciendo. Decir que somos corruptos y que es nuestra culpa, de qué sirve —justifica aquel mal adagio que quienes están en el poder quieren que creamos: los pueblos tienen los gobiernos que merecen. Claro que algo hay descompuesto en nuestra sociedad, en nosotros mismos (pero esa tarea le corresponde a cada uno, en su fuero interno reflexionar sobre ello).
Lo más urgente es exigir la aparición de los jóvenes. Pero no debe parar ahí, debemos exigir a las instituciones que cumplan con los cometidos que deben a la sociedad. En esta exigencia también debemos cuestionar la labor de nuestra clase económica que se ha dedicado a pauperizar el país y a abonar, en mucho, a la situación por la que estamos pasando.  

domingo, 27 de abril de 2014

Los arduos manuscritos

Fray Diego está preocupado. Tiene trece años en las tierras del Yucatán, ha caminado entre las selvas, rescatando de las manos del demonio las almas de los indios. Son como niños, piensa mientras los ve cargar sobre su espalda las trojes de maíz. Por eso quiere salvarlos; por eso vuelven a caer en sus idolatrías.
            A los oídos del fraile franciscano han llegado rumores. Las ceremonias y los antiguos areitos se siguen practicando, en los cenotes, en las kúes, bajo las ceibas. Sabe que algunos de ellos aun guardan imágenes de sus demonios, de las figuras a las que les ofrecían su propia sangre; sabe que los más viejos resguardan los libros, con esas imágenes de contrahechos rostros y deformes bestias.
            Fray Diego los bautizó, caminó por las selvas para darles la palabra del señor, la buena nueva. Se pierden, temé; siguen haciendo sus sacrificios. No puede aceptar que su labor sea inútil.
            Hemos crucificado a un niño bajo la ceiba, a la horilla de un cenote. Le dijo un joven a quien él había bautizado, el joven está orgulloso y espera la aprobación de fray Diego. Él calla.
El fraile franciscano se siente perdido. Tanto ha sido mi error, piensa. No acaba de entender cómo fue que ellos no recibieron su mensaje, en qué se equivocó. La mano del maligno; no deja de atormentarse por el niño que  ellos crucificaron en la selva, mientras ve al joven que se lo confesó arder en medio de la plaza de Maní.
*
Aristóclito no es el último bibliotecario, como él hay otros escribas que caminan por los pasillos polvosos y viejos de la biblioteca. Copiando manuscritos, revisando los antiguos papiros, fatigando el mundo en los anaqueles.
            Aristóclito nació en Alejandría, recibió la profesión de su padre. Los pasillos que recorre, día con día, sabe que apenas son una sombra de lo que fueron. Esa no es ya la biblioteca que fue en tiempos de César. Su labor es la de una hormiga dentro de la biblioteca, en sus galerías secas y oscuras.
            Desde el alba hasta el ocaso Aristóclito copia los manuscritos, los archiva, los aprende, los sueña. Le fue indiferente el sitio que Amr Ibn al-As hizo sobre la ciudad, los trece meses en que fueron escaseando los alimentos. Se conformó con comer menos cada día. Fue la misma indiferencia que tuvo su padre cuando los sasánidas tomaron la ciudad.
            Como sus compañeros, ignoraba a los hambrientos que se unían a los leprosos en las calles y que estiraban sus sucias manos a los transeúntes. No se preocupaban de los caballos que rodeaban la ciudad, que envenenaban las aguas del Nilo.
            Amr Ibn al-As hizo que sus caballos y sus jinetes tomaran la ciudad, sus gritos resonaron sobre los débiles defensores. Los centinelas, hambrientos, no pudieron herirlo ni a él ni a sus hombres. Se hizo con Alejandría.
Amr Ibn al-As recibió la orden del califa Omar. Si los libros contienen la doctrina del Corán, no sirven porque repiten; si la contradicen, no tiene caso conservarlos.  Aunque el conquistador de Egipto lamenta la decisión, obedece.
*
María de los Ángeles de Kob fue sepultada en Maní en 1623, a la edad de ochenta y cuatro años. Sus nietos y bisnietos recordaban de ella su rostro redondo, fragante a especias, doblada sobre alguna tela donde tejía, y su voz, sus palabras mayas hablando de libros y dioses consumidos por el fuego.
            Ella se convirtió en el centro de la casa de los Kob. A su alrededor, nueras, hijas, nietos y bisnietos trajinaban. Ella era cacique en la cocina, todo lo ordenaba: la cantidad de achiote que debían poner a los guajolotes, el tiempo de cocción de atoles y la vainilla que llevaban. En las tardes, mientras bordaba vestidos, les hablaba a sus nietos.  
            Recordaba a un fraile, la plaza de Maní, figuras de dioses (Chaak, el joven dios del maíz, el corazón del cielo, Kukulcan, Ixchel, nombres que en los oídos de los niños no tenían el poder que tenían para la vieja abuela), los libros de amate amontonados, las ordenes del fraile, su rosario en la cintura, una tea en la mano. El fuego leyendo, por última vez, la escritura, saltando de glifo en glifo, consumiendo los listados de monarcas, las genealogías divinas, reyes conquistadores y constructores de ciudades blancas y prístinas,  poemas tan antiguos como el mundo, a los gemelos solares y su juego de pelota, la serpiente de doble cabeza que sostiene el mundo, los cuatro rumbos ardiendo en la hoguera.
Ella nació en T’hó. Era una niña cuando veía a los Montejo salir de su ciudad para conquistar la península, entonces se llamaba Itzel. Era descendiente de los nobles, de los chanes, de los itzaes. Fue bautizada como María de los Ángeles. Sabía la lengua de los conquistadores, nunca la hablaba. Fue casada con un hombre de Maní, Francisco Kob.

*
Amr Ibn al-As camina por las calles de Alejandría. Las pesuñas de su caballo resuenan, todos callan a su paso. Del desierto corre un ligero viento, mece la capa del conquistador. Hacía el sur arde el fuego del Faro.
            El caballo se detiene frente a un edificio de piedra caliza, fue mucho más grande y sólo sobrevive la esquina que el conquistador observa. Los soldados de Amr Ibn al-As entran al edificio. Él ve los arcos construidos siglos antes.
            Los bibliotecarios son sacados a empujones de su santuario. Algunos cargan entre sus túnicas los papiros en que trabajaban, los soldados se los arrebatan, no les importa desgarrarlos. La luz de la calle, de la tarde, lástima los ojos de los trabajadores de la biblioteca.
            Para ellos es un accidente más; los gobernantes que vienen a interrumpirlos, apenas por un tiempo, de su actividad en la biblioteca. Como Amr Ibn al-As otros ya han intentado destruirlos: Teofilo, obispo de Alejandría; Valeriano perseguidor de Zenobia; Diocleciano; Julio César. El día de mañana, pasado mañana, el conquistador islámico se ira, como se fueron los otros, y ellos volverán a sus anaqueles, a las galerías y a los manuscritos.
            Los soldados traen teas, entran a la biblioteca. El humo comienza a salir de las pequeñas ventanas. Las llamas se reflejan sobre los muros. El papiro arde, Beroso y su Historia Babilónica,  los cien dramas de Sófocles, el emperador Claudio y su historia de los etruscos y su historia de los cartagineses, desde la India hasta Hispania todo arde, el techo cruje, las llamas lo consumen todo.
            La voluntad de Alá se ha cumplido. Alcanzo a escuchar Aristóclito, a Amr Ibn al-As mientras subía a su caballo. Esa noche Alejandría tuvo dos faros, su humo se elevaba sobre la ciudad.
*
La joven Itzel llora. Su marido, junto a ella no dice nada, también está acongojado. Los viejos gritan, invocan a los búhos del inframundo. Fray Diego lanza sobre la pira más objetos, al infierno han de ir los demonios, piensa, mientras lanza los encuadernados libros de amate y piel de venado.
            Los Xiu no dijeron nada, no se opusieron. Lo ven todo, muy cerca de fray Diego. Los libros que pertenecieron a su familia, junto con Uxmal y las tierras del occidente, arden en la pira de fray Diego. Se persignan cuando el fraile se los ordena.

            El fuego se traga todo. Cruje y deja tras de sí humo y cenizas. Los espíritus  en la selva callan, la noche avanza sobre Maní, las brazas de la pira se van apagando, Itzel y los demás no quieren irse, ven, incrédulos, las cenizas en medio de la plaza, el polvo de los dioses. 

*Publicado en la Antología de Becarios del FONCA 2010-2011 Primer periodo, Tierra Adentro, septiembre de 2011

lunes, 31 de marzo de 2014

A la memoria de mi abuelo

La conseja popular reza que lo único seguro que tenemos todos es la muerte. Cervantes, en voz de Don Quijote, nos dice que es lo único que nos iguala a todos, como después del juego del ajedrez, en la bolsa todas las piezas son iguales, carecen de distinciones. Todo lo cual no deja de ser lenguaje, meras palabras a la hora de enfrentar a la muerte de a de veras.
            Hoy, 31 de marzo, hace dos años falleció mi abuelo paterno. De mis ancestros no fue con quien lleve la mejor de las relaciones ni la más estrecha, lo cual no quiere decir que no hubiese afecto. Más allá de sus reacciones iracundas y del temor infantil que el niño tiene a su abuelo cascarrabias, me queda la sensibilidad de ese hombre que era capaz de observar el mundo y que nos heredó –tanto a mi padre como a mí– el interés por la indagación. Lo recuerdo en la labor observando las nubes de verano sobre la sierra, mientras comíamos bajo un enorme táscate.

            Hace dos años falleció, lo vi en su ataúd y ayudé a una tía a que le pusieran un rosario entre las manos, toqué su mejilla, fría. Lloré mientras lo sepultábamos, mientras paleábamos la tierra y escuchábamos el golpe seco sobre el cajón. Es, sin duda, frente a la muerte, donde el lenguaje pierde todo terreno, donde sólo queda el silencio.   

martes, 11 de febrero de 2014

Perdiendo kilos

Pesó 71 kilogramos, lo cual está bien para una persona que mide un metro setenta. Pero, lo digo, porque me siento orgulloso de ello. En junio del año pasado, hace ocho meses, pesaba entre 85 y 84 kilos.
            Este proceso comenzó en el otoño de 2012 cuando las alergias me obligaron a cambiar mi dieta, tuve que dejar de consumir todo lo que tuviera lácteos, huevo, maíz y plátano, el tratamiento me permitió luego volver a comer productos de maíz, pero los lácteos me siguen afectando. Ese cambio, después, me llevó a replantear mis rutinas alimenticias, en busca de mejorar mi metabolismo. Así decidí dejar de cenar, o mejor dicho, hacer la cena temprano (entre las cinco y las siete de la tarde), para que pasarán el mayor número de horas entre la última comida del día y la primera del siguiente –como se hacía en los ranchos, la cena se hacía a la hora en que se ponía el sol–. Este cambio sólo fue el principio. En el verano del año pasado empecé a hacer ejercicio, principalmente aeróbico, antes del desayuno, así, por ejemplo, en el mes de octubre pude observar una pérdida de peso de a kilo por semana.

            En aras de la pérdida de peso no he descuidado mi salud, trato de comer saludablemente, he aumentado el consumo de frutas y verduras, pero no por ello he abandonado el consumo de carbohidratos, aunque, claro, debe ser moderado y mejor por la mañana. Mejor vean las fotos del antes y el después.  

martes, 4 de febrero de 2014

Del placer de la relectura y la memoria

Decían que el emperador Adriano era capaz de memorizar todo un libro con sólo leerlo una vez, ojalá mi memoria fuese así de virtuosa. Sin embargo, si así fue, el emperador no conoció los placeres de la relectura y sus secretos vínculos con el recuerdo. Releer ha sido, y esto en un sentido muy personal, la vuelta al momento de mi vida de la primera lectura, no sólo del libro en cuestión, sino de aquello que acaecía en mi vida.
            El episodio de la arcadia de la segunda parte del Quijote está vinculado con una lluvia primaveral en medio de los campos menonitas en un autobús que hubo de detenerse por una ponchadura; la muerte de Anna Karenina está ligada a dos momentos en que tuve que volver a la casa paterna –en ambas ocasiones lloré y solté el libro–; el poema Las cosas de J.L. Borges me evoca el descenso de un cerro de mi pueblo; el círculo del Infierno de Malasbolsas me devuelve a la secundaria y los recesos que pasaba en la banquete leyendo. Cada relectura es no sólo el regreso a ese espacio hecho de palabras que es la obra, sino a mi vida, un camino nuevo de la memoria.

            La relectura es un placer que se suma al placer intrínseco de la lectura, ya no es la duda por el qué va a pasar, sino algo más que nos lleva a profundizar en ese espacio. Mientras se entra de nuevo se recuerda –se vuelve a pasar por el corazón, según la etimología de la palabra– aquello que nos pasó mientras hacíamos las lecturas anteriores, porque cada relectura es agregar nuevas capas de memoria, nuevas pinceladas en esa pintura inconcluso que es el conjunto de nuestra experiencia.