La
conseja popular reza que lo único seguro que tenemos todos es la muerte.
Cervantes, en voz de Don Quijote, nos dice que es lo único que nos iguala a
todos, como después del juego del ajedrez, en la bolsa todas las piezas son
iguales, carecen de distinciones. Todo lo cual no deja de ser lenguaje, meras
palabras a la hora de enfrentar a la muerte de a de veras.
Hoy, 31 de marzo, hace dos años
falleció mi abuelo paterno. De mis ancestros no fue con quien lleve la mejor de
las relaciones ni la más estrecha, lo cual no quiere decir que no hubiese
afecto. Más allá de sus reacciones iracundas y del temor infantil que el niño
tiene a su abuelo cascarrabias, me queda la sensibilidad de ese hombre que era
capaz de observar el mundo y que nos heredó –tanto a mi padre como a mí– el
interés por la indagación. Lo recuerdo en la labor observando las nubes de
verano sobre la sierra, mientras comíamos bajo un enorme táscate.
Hace dos años falleció, lo vi en su ataúd
y ayudé a una tía a que le pusieran un rosario entre las manos, toqué su
mejilla, fría. Lloré mientras lo sepultábamos, mientras paleábamos la tierra y escuchábamos
el golpe seco sobre el cajón. Es, sin duda, frente a la muerte, donde el
lenguaje pierde todo terreno, donde sólo queda el silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario