¿Quiénes somos? Ese es el punto que revelamos,
develamos, al hablar de nuestras lecturas. Aunque muchos de nosotros
compartimos más o menos un universo de lecturas, la forma en que nos han
afectado no ha sido la misma para cada uno de nosotros. Son nuestras
circunstancias lo que nos hace elegir ciertas lecturas en lugar de otras.
Dos
circunstancias me definen: haber crecido en un ejido y ser homosexual. Ejido
Progreso es un rancho de unas trecientas personas ubicado en el municipio de
Cuauhtémoc, al noroeste del Estado Chihuahua, rodeado por los campos menonitas.
Como un niño que por más que
trataba no podía evitar verse diferente —por decir lo menos— aquel ambiente era
difícil; mis compañeros siempre que tenían oportunidad me agredían. Esa
exclusión me llevó a buscar identidad y compañía en otra parte que no fuera con
mis congéneres, y lo encontré en dos lugares, la televisión y los libros.
Antes
de continuar he de hacer un paréntesis, para señalar porqué los libros llegaron
a ser un refugio, esto fue gracias a mis padres. Ellos, aunque nacidos en ese
ejido en que crecí, no eran, no son, los típicos habitantes de rancho. Mi padre
apenas pudo terminar la primaria, lo cual no le impidió, desde que aprendió a
leer, devorar cuanto libro o revista cayera en sus manos; desde los Ovnis hasta
Víctor Hugo, y eso sí, nunca poesía. Mientras que mi madre, al salir de la primaria, tuvo que irse a
trabajar como sirvienta (la tercera de ocho hermanas debió ayudar a la casa
paterna con los gastos como hicieron sus hermanas mayores). Ella se fue a
Chihuahua, donde después consiguió trabajo en la insipiente industria
maquiladora, labor con la que pudo pagarse estudios de secundaria con
secretariado. Estaba, está, convencida de que la educación es un antídoto
contra la pobreza —nos ha contado que cuando tenía ocho años ella y sus
hermanas iban a la pisca del maíz descalzas, pisando la escarcha de las heladas
sobre el pasto—. Cuando mis padres se casaron ni siquiera iban a vivir en el
ejido en que nacieron, pero a mi papá le ofrecieron cuando yo tenía cuatro años
ser analista de la bodega de la CONASUPO y por eso terminé pasando mi infancia
en ese ejido. Hago este rodeo para señalar que de alguna manera ellos fueron
quienes sembraron la semilla del escritor en mí, desde antes de que naciera.
Vuelvo
a mi infancia, cuando me refugiaba en la tele y en los libros. Señaló la
televisión porque en ese ejido era una fuente de cultura. Muchas de mis
primeras referencias literarias o de cultura general las tuve por la
televisión: fue en los Simpsons donde
supe de la existencia del Quijote (habrá algunos que aquí recordarán el
episodio) —esa novela que es tan importante para mí—; mi interés
hacia la mitología y la cultura grecolatinas empezó por los Caballeros del Zodiaco.
Recuerdo
tres libros que no me cansé de hojear, eran de gran formato con fotografías e
ilustraciones, uno de ellos tenía mis primeros garabatos con crayón rojo. El
primero, el que rallé, era un libro de historia natural, ilustraba la evolución
de la vida sobre el planeta desde los microrganismos hasta los grandes
mamíferos prehistóricos, ahí supe que no sólo hubo dinosaurios, sino ciempiés
que pudieron haberme tragado; ese libro fue perdiendo las pastas en el
transcurso de mí infancia. Luego estaba un libro de editorial Salvat que se
llamaba El Universo y que traía una
fotografía de la nebulosa del cangrejo en la portada (quizá no era esa y mis
experiencias posteriores la han cambiado, la falible memoria); en aquel libro
pude refugiarme en la inmensidad del universo, había algo más que ese pueblo
donde vivía, las estrellas eran más que puntos brillantes; aunque
“inconmensurables globos de gas incandescentes” no era muy concreto para un
niño de nueve años, creo que veinte años después sigue manteniendo abstracción.
Por último estaba Mi libro amarillo de historias bíblicas,
que así es como se llama, no era mío. Una tía que vivía en Estados Unidos y se
convirtió al protestantismo dejó ese libro en casa de mi abuela materna, es
básicamente la biblia ilustrada para niños y yo me fascinaba hojeándolo, viendo
la destrucción que Dios hacía de ciudades, Josué soñando y hablándole a Faraón,
las murallas de Jericó cayendo por el sonido de trompetas, David huyendo de
Saúl y todos esos cuentos —los prefería al catecismo, aunque Jesús no estuviese
crucificado sobre una cruz—, cierto es que con el tremendismo de los autores de
esa obra me era más atractivo el Viejo testamento que el nuevo. Andando el
tiempo empecé a leer en la secundaria la Biblia latinoamericana, que mi madre,
como buena católica no tenía en casa aunque dicha obra hubiese sido editada por
la Iglesia.
Así
logré sobrevivir, en cierta manera, a mis años en la primaria. No todo fue
malo, es cierto, pero fue lo malo, la incapacidad para conectarme con mis
congéneres por mi diferencia, la que me llevó a la lectura, la que me llevó a
ver el mundo de manera distinta a los demás.
En la secundaria, ya en un
pueblo de unos cinco mil habitantes, me inicié como lector propiamente dicho,
leía cualquier cosa. De entonces recuerdo a Sir Arthur Conan Doyle y algunas de
las aventuras de Sherlock Holmes, el
Infierno y el Purgatorio de Dante
—entonces no era un lector muy disciplinado—, una historia del Batallón de San
Patricio del cual he perdido tanto el título como el autor, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift
y cuantos números podía conseguir de la colección La Ciencia Para Todos del Fondo de Cultura Económica. También
entonces empecé a leer el Quijote, ahí descubrí que el habla de la gente mayor
en mi rancho estaba plagada de arcaísmos; en el mismo sentido y en esa época,
la lectura de El Llano en llamas me
hizo comprender que el mundo que vemos todos los días puede ser literatura, los
pueblos de Rulfo aún existen.
Cuando entré en la preparatoria
leí el Orlando de Virginia Wolf,
seguí leyendo el Quijote —lo llegué a leer unas veinte veces— gracias a lo cual
y a un concurso estatal me gané un viaje a España. Entonces conocí a Borges,
por medio de sus Ficciones, a
Bradbury con su Farenheit 491 y a
Nietzsche. Antes de salir del Conalep sabía que sería escritor, usé una oliveti
roja que fue de mi mamá para escribir más de cien cuartillas de una novela que,
dei gratia, se ha perdido.
Me fui a la capital del estado,
lo hice para estudiar y convertirme en escritor, de eso hace once años. Ahí
descubrí la poesía, que para mí, como para mí padre, no era sino cursilería y
rima, vivía en el error. Gracias a quien fue mi pareja por ocho años y medio
pude acercarme a ese misterio que es la poesía. Mis lecturas, en ese sentido,
las que siempre me acompañan, son el Cántico
espiritual de San Juan de la Cruz, Poesía
incompleta de Wislawa Szymborska, la antología general de los
Contemporáneos que editó la UNAM y la Antología
de poesía china que tradujo y compiló Marcela de Juan, el Florilegio de Sor Juana. He de
agradecer a mi maestro y amigo Enrique Servín enseñarme a memorizar poemas.
En ese tiempo conocí a Gustav
Flaubert, a Lev Tolstoi, a Yasunari Kawabata, a Yukio Mishima, a José Donoso, a
José Lezama Lima, a Vladimir Nabokov a Simone de Beauvoir, a Margarite
Yourcenar, a Anton Chejov, a Thomas Mann, a Marcel Proust. Hablar de la forma
en la cual la obra de ellos me ha cambiado me llevaría los días de Matusalén.
Estudié Historia, lo que me
permitió entender que mi vida, la vida de todos nosotros no es, no puede ser,
sino a partir de los demás, no podemos entendernos solos. Somos, al fin,
animales gregarios. Somos nuestro pasado, el pasado de nuestros padres y
nuestros amigos. Con ese pasado es con lo que construimos nuestras vidas. En el
mismo sentido que las personas con quienes vivimos, con quienes convivimos nos
definen, así las lecturas que hemos hecho nos definen, como nos define la razón
por la que elegimos ese mundo que es la literatura.
La literatura ha sido un
refugio para mí. Una forma de romper mi soledad. Por eso escribo, para
conseguir esa comunión, esa común unión, que la lectura me ha dado. Entender al
otro, salvar nuestras soledades, salvarnos de nuestras soledades.
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