martes, 4 de febrero de 2014

Del placer de la relectura y la memoria

Decían que el emperador Adriano era capaz de memorizar todo un libro con sólo leerlo una vez, ojalá mi memoria fuese así de virtuosa. Sin embargo, si así fue, el emperador no conoció los placeres de la relectura y sus secretos vínculos con el recuerdo. Releer ha sido, y esto en un sentido muy personal, la vuelta al momento de mi vida de la primera lectura, no sólo del libro en cuestión, sino de aquello que acaecía en mi vida.
            El episodio de la arcadia de la segunda parte del Quijote está vinculado con una lluvia primaveral en medio de los campos menonitas en un autobús que hubo de detenerse por una ponchadura; la muerte de Anna Karenina está ligada a dos momentos en que tuve que volver a la casa paterna –en ambas ocasiones lloré y solté el libro–; el poema Las cosas de J.L. Borges me evoca el descenso de un cerro de mi pueblo; el círculo del Infierno de Malasbolsas me devuelve a la secundaria y los recesos que pasaba en la banquete leyendo. Cada relectura es no sólo el regreso a ese espacio hecho de palabras que es la obra, sino a mi vida, un camino nuevo de la memoria.

            La relectura es un placer que se suma al placer intrínseco de la lectura, ya no es la duda por el qué va a pasar, sino algo más que nos lleva a profundizar en ese espacio. Mientras se entra de nuevo se recuerda –se vuelve a pasar por el corazón, según la etimología de la palabra– aquello que nos pasó mientras hacíamos las lecturas anteriores, porque cada relectura es agregar nuevas capas de memoria, nuevas pinceladas en esa pintura inconcluso que es el conjunto de nuestra experiencia.  

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