Decían
que el emperador Adriano era capaz de memorizar todo un libro con sólo leerlo
una vez, ojalá mi memoria fuese así de virtuosa. Sin embargo, si así fue, el
emperador no conoció los placeres de la relectura y sus secretos vínculos con
el recuerdo. Releer ha sido, y esto en un sentido muy personal, la vuelta al
momento de mi vida de la primera lectura, no sólo del libro en cuestión, sino
de aquello que acaecía en mi vida.
El episodio de la arcadia de la
segunda parte del Quijote está
vinculado con una lluvia primaveral en medio de los campos menonitas en un autobús
que hubo de detenerse por una ponchadura; la muerte de Anna Karenina está ligada a dos momentos en que tuve que volver a
la casa paterna –en ambas ocasiones lloré y solté el libro–; el poema Las cosas de J.L. Borges me evoca el
descenso de un cerro de mi pueblo; el círculo del Infierno de Malasbolsas me
devuelve a la secundaria y los recesos que pasaba en la banquete leyendo. Cada relectura
es no sólo el regreso a ese espacio hecho de palabras que es la obra, sino a mi
vida, un camino nuevo de la memoria.
La relectura es un placer que se
suma al placer intrínseco de la lectura, ya no es la duda por el qué va a
pasar, sino algo más que nos lleva a profundizar en ese espacio. Mientras se
entra de nuevo se recuerda –se vuelve a pasar por el corazón, según la
etimología de la palabra– aquello que nos pasó mientras hacíamos las lecturas
anteriores, porque cada relectura es agregar nuevas capas de memoria, nuevas
pinceladas en esa pintura inconcluso que es el conjunto de nuestra experiencia.
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