La casa de mi abuela por la mañana, ella aplaudiendo
para hacer los testales de las tortillas de nixtamal y el olor del café de olla
en la estufa es uno de los recuerdos de mi infancia. Fueron muchas las veces
que estuve en aquella cocina en la mañana, pocas veces he vuelto a percibir el
aroma de aquel café hirviente. El café soluble suplantó al de olla.
Mis padres,
en especial mi madre, son cafeteros. En mi casa, desde que recuerdo nunca faltó
un frasco de café soluble; ella prefiere el Dolca. En mi infancia me decían que
no tomará porque no era bueno para los niños, mi abuela me decía que se hacía
uno prieto; la reproducción de los prejuicios, pero ese es tema para otro post.
Una que otra vez llegué a probar el café y aunque no lo probé sin azúcar, nunca
nunca me gusto, me parecía demasiado amargo, una vez escupí el trago que me
convidó mi mamá en una maceta (sobra decir que el hecho de haber durado más
tiempo con el trago en la boca para escupirlo me hizo saborear más su amargor).
Ni en
mi adolescencia llegó a gustarme el café. Cierto es que tuve en mi casa siempre
un frasco pequeño, pero más por las visitas que pudiese hacer mi madre que por
gusto. Ahora mi gusto, que raya en el vicio, parece salido de la nada, durante
más de la mitad de mi vida nunca tuve un interés particular por el café. Ni siquiera
cuando empecé mis pretensiones escriturales.
Mi gusto
por el café en mucha parte se lo debo a Enrique Servín, fue en los cafés donde
empezamos a reunirnos a platicar y mientras iba aprendiendo a tomar café (negro
y sin azúcar) mi amistad con él creció. Desde hace unos seis o siete años nos
hemos reunido en cafés. En parte por
ello le agarré el gusto.
Pero de
ser cafetero de ocasión pasé a ser cafetero diario. No me gusta el café
soluble, además del sabor mediocre no soporto su acidez en el estomago. Probar
un café caliente en la mañana es uno de los placeres de esta vida. Para
trabajar o pensar no hay como el efecto de la cafeína en el organismo. El café
se ha amoldado a la perfección con mis entretenimientos de lecturas varias de
escrituras varias.
Cierto
es que la historia del café apasionante, los matorrales en los montes etíopes,
en los escarpados de la península arábica, su difusión por Eurasia de la mano
del islam, la prohibición del Urbano
VIII de consumirlo, los cafés de la ilustración en Francia, etc.; pero es
apasionante al igual que los principales productos de nuestras mesas: el té, el
tomate, el arroz, el maíz.
Espero
que al leerme tengan una humeante y fragante taza de café en la mano, o que al
menos, cuando bebas una taza recuerdes este post. Aquello será como si estuviésemos
en un café una tarde, platicando de literatura o de cualquier minucia de esto
que llamamos vida.
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