El escritor, para llegar a serlo
verdaderamente, ha de comprender que cada obra suya es una transformación. No puede
salir incólume de la obra, el ejemplo más radical, más palpable de esto es A la recherche, los siete volúmenes que
constituyen la obra son el periplo que el propio Poust hubo de hacer para
llegar a esa revelación.
La
obra de arte transforma —no somos los mismos al empezar la Divina Comedia que al terminarla; tampoco podremos volver a la
ignorancia de Bach una vez que escuchamos sus Variaciones Goldberg—. Pero la transformación ocurre, también, en el
creador; lugares comunes, como aquel que reza que en la obra se deja el alma,
han llegado a serlo por la verdad que implican: el artista desborda una parte
de sí mismo, de su espíritu en su creación. Hay, por ende, un proceso de
transformación; el creador no es el mismo antes y después de su obra.
El
creador que no es capaz de volcarse sobre la creación de tal modo que deja de
ser quien era, no será capaz de producir ninguna emoción en su espectador,
menos aún transformarlo.
Ese
cambio puede ejercerse en muchos sentidos, incluso puede (y este es el caso la
mayoría de las veces) ser invisible al resto del mundo. Pero para el artista,
para el escritor, esa transformación puede significar una forma de resolver aquello
que bajo la superficie se revuelve. Marcel Proust es el ejemplo más claro de
esto: descubrir que tenía que escribir A
la recherche y la razón por la que debía hacerlo dotó de sentido a su
existencia, como nos lo muestra en El tiempo
recobrado.
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