Por qué volvemos a los lugares,
qué es lo que nos hace reconocer como espacios familiares una calle, una casa,
un café. Qué es lo que nos proporciona placer cuando recorremos esos sitios. Acabo de volver de
Chihuahua, ciudad en la que viví por casi once años (sólo me faltaron dieciséis
días), y vuelvo con una grata sensación.
Mucho se puede hablar de los defectos de la ciudad y de
las particularidades de su gente, sin embargo, aunque algunas veces he de darle
la razón a Vasconcelos sobre aquello de la carne asada, no puedo definir el carácter
chihuahuense; esa pretensión la sé imposible —no hay, a pesar de lo que se
creyó por gran parte del siglo XX, ningún carácter de los pueblos—. En cambio, puedo hablar de las personas, con nombres y apellidos, que me hacen volver a
sus calles, y, aunque las recorra solo, son ellos quienes las pueblan; mis
memorias al lado de ellos.
Pienso: en las pláticas en un café en el que una vez
estuve bebiendo taza tras taza por más de seis horas, el insomnio fue el menor de mis problemas esa noche; en una
plazita en medio de una colonia de casas de interés social donde una mañana vi
el amanecer; en la avenida que recorrí, borracho, de copiloto, confesando mis
preocupaciones; esa casa que fue un refugio y donde volví a apreciar la soledad; las oficinas del instituto de
cultura, la antigua Casa de Gobierno, en donde trabajé y fue mi cotidianidad por poco más de un año; en ese primer departamento donde viví, todavía adolescente, con mi hermana, en las faldas del Cerro del Coronel.
Enrique,
Hugo, Marisol, Flor, son algunos de los nombres por los que vuelvo a esa
ciudad, tanto en la memoria como en persona. Gracias a ellos esa “ciudad cruel,
ciudad estéril, que mata toda potencia mental y aniquila toda creatividad” de
la que habló Nellie Campobello no la conocí (o, mejor dicho, no me aniquiló).
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