Descreo
de la felicidad; le concedo la razón a Schopenhauer cuando decía que sólo dos
tipos de personas pueden ser completamente felices: los idiotas y los malos. La
búsqueda constante de la felicidad que nuestro tiempo nos exige me parece una
vacuidad más, por la imposibilidad e insatisfacción que implica.
He llegado a tener momentos de
inmenso gozo, momentos en que puedo decir que fui feliz —en los que espero no
haber sido malo y no me importó ser idiota—, pero ese estado es pasajero; dei gratia, ¿cómo vivir permanentemente en
ese estado alterado, con ese ímpetu espiritual extenuante que exige la
felicidad? He llegado a ser feliz, sin embargo, prefiero como norma moral no la
búsqueda de la felicidad sino el gozo, el disfrute de la existencia.
Paladear, así sean los tacos de la esquina, lo
que se come; ver el cielo mientras se camina —en la medida de las
posibilidades, el Distrito es pródigo en cielos color nata, pero a veces ofrece
bellos atardeceres—; la plática, por nimia que sea con los amigos. Un humilde carpe diem, que me permita acumular
momentos: una noche de sábado en un billar; una caminata por un parque con mi
madre y mi hermana; la sensación cálida y el sabor de un café.
Descreo de la felicidad en el plano
personal, en la incesante búsqueda que el individuo hace de ella, pero en el plano social creo que esa búsqueda es obligatoria. Asumo el riesgo de ser panfletario: creo que como sociedad hemos de
buscar las condiciones para que todos podamos ser felices —o infelices, si nos da la gana—.
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