El escritor ha de ser impúdico, no sólo
en la acepción lúdica que se le da al término (en ese aspecto ha de tener
cuidado con vanagloriarse de su falta de pudor), sino en cuanto a su mundo interior.
El mundo interior, ese abstracto que cada uno de nosotros construimos con
nuestras opiniones, emociones, recuerdos, juicios y prejuicios, es lo que el
escritor, sin ningún miramiento debe de poner en la hoja en blanco.
Y
ahí radica el problema, ahora sí que como dicen los gringos, ahí es donde la
caca le pega al ventilador. Por qué, porque nuestro mundo interior es, en
última instancia, lo único que poseemos, nuestro refugio y defensa contra el
mundo exterior, contra los demás.
Mostrar
aquello que rebulle dentro de nosotros, lo que somos, al fin, es abrir las
puertas de la ciudad sitiada, dejar al enemigo, los otros, entrar. Todos, al
menos quienes lean lo que escribamos, conocerán nuestros secretos, quedaremos sin
defensas. Esa es una de las razones por las que los malos escritores no se
atreven a abrir las puertas de la defensa, por la que siguen siendo pudorosos.
Somos
pudorosos porque tememos que se rían de nosotros, la forma más sencilla de
pudor, el temor a que nos vean desnudos, se deriva de la risa que nuestra
desnudez pueda causar, los otros ríen de nosotros mientras permanecemos
sin ropa, sin esa defensa que representa la ropa frente a ellos.
Pero
la escritura, toda forma de arte verdadera, implica que el artista tome su mundo
interior y lo transforme, la actitud cambia, estás frente a los demás y ya no
te quedas desnudo por accidente, conoces tu cuerpo y sabes que lo puedes
mostrar. Desnudar tu alma —recurro a un lugar tan usado, pero que dado el
objetivo de lo que se quiere decir, funciona (¿por qué, si no, los lugares
comunes han llegado a serlo?)—, dejar tu espíritu en la obra, porque al fin,
sino es esa obra qué quedará de nosotros, nuestro mundo interior se irá cuando demos
el último respiro y de qué habrá servido todo ese universo propio que creamos
si no fuimos capaces de comunicarlo, de que alguien pudiera compartir lo que en
algún momento nos hizo sentir un atardecer de invierno en la casa paterna o ese
beso robado a los diecinueve años.