Para quien me conoce no es ningún secreto
que tengo un problema de acumulación, un funcional Síndrome de Diógenes. Aunque
puedo juntar, al modo de Cervantes, hasta los papeles que encuentro en el
suelo, creo que lo que más acumulo no son cachivaches, sino datos.
Puedo pasarme todo el
día en Wikipedia, brincando de un artículo a otro, de un vínculo a otro;
buscando esas migas que son mi encanto, curiosidades históricas, coincidencias,
peculiaridades en la vida de los científicos, sus teorías, y un dilatado
etcétera que no expondré aquí.
Coincidencias
como el nombre del primer y del último emperador de Roma (el segundo, de la
parte occidental, por supuesto): César Augusto y Romulo Augústulo; información
sobre el primer templo —Göbekli Tepe—, anterior a la agricultura y a las primeras ciudades, hace once mil
años; los huesos de dragón donde se plasmaron las primeros ideogramas chinos;
los hijras y el complejo mundo en el que se desenvuelven; las fractales que explica mejor matemáticamente el mundo que la geometría euclidiana; la vida de las estrellas; son sólo
algunos de los temas, de una lista que, se sobreentiende, no terminaré nunca,
que hacen mi delicia.
Quizá
esta acumulación tenga su origen en esa etapa infantil de las preguntas, que se
presenta entre los siete y nueve años, en la que de todo queremos saber el por qué, el cómo y el cuándo. A lo
mejor tuve en mi padre alguien interesado en contestar esas preguntas, lo
que me llevaba a más y a más preguntas, por lo que la curiosidad nunca se
terminó, nunca fue segada con un “cállate niño”.
Llenarme
de esos datos inútiles me ha servido. Mi memoria puede parecer la casa de un
acumulador compulsivo, con torres de datos y datos, pero en la que, a diferencia
del afectado por el Síndrome de Diógenes, me muevo feliz y que a veces me
sorprende con cosas que pensé que no estaban ahí, pero ahí están.