Este 12 de octubre se
conmemoran quinientos veintiún años del arribo de Cristóbal Colón a América. En
mi infancia se celebraron los cinco siglos del “descubrimiento”, o, como
algunos políticamente correctos trataron de llamar, el “encuentro”. Esta fecha
es celebrada en España como día nacional, la Fiesta de la Hispanidad, porque
según redactaron los señores legisladores peninsulares, se conmemora la unión
de los reinos y el momento de la expansión de la lengua más allá de sus
fronteras, estoy, por supuesto, parafraseando.
Las naciones pueden celebrar cuándo y por la razón que quieran sus
fiestas nacionales, total, los estados-nación del mundo se desmoronan. Sin
embargo, ello no me impide reflexionar en torno a la fecha en que España se
celebra. La conmemoración de la llegada de Colón y sus huestes a América, el
momento en que lo primero que se hizo fue poner sobre la tierra la cruz. El
momento en que inició un proceso que no termina, el proceso de negación de lo
otro.
La España de ese momento estaba fundada en la negación de
todo lo no cristiano: acababa de expulsar a los judíos y de desaparecer el Reino
de Granada. Razón por la cual el pensamiento de quienes arriban a América es el
de imponer su visión del mundo, destruyendo o sobajando todo lo que encontraban
a su paso. Pero, no porque así fuera en aquel momento debemos congratularnos
por “el encuentro”, es afrentoso para todo aquello que esa entelequia recién
nacida que más tarde conoceremos como España celebre su día.
Aunque habló español y desciendo de la fragua de
mestizaje que se dio en México, ello no me hace estar orgulloso del proceso por
el cual pude llegar al mundo. Porque ese proceso implicó la destrucción de
civilizaciones y la muerte de millones de personas.
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