Esta noche encontré una punta de flecha en mi chamarra
que no usaba desde la
temporada pasada de frío, en febrero o marzo. La flecha fue obsequio de mi abuelo,
por ello la dejé en la bolsa del pecho, del lado izquierdo. Él me la regaló
ese mismo invierno, en enero, una de las últimas veces que lo vi.
La
flecha de pedernal oscuro tiene unas muescas en las que iba algún tipo de
cuerda y tanto podría ser de hace cien como de miles de años. Mi abuelo la
encontró en su labor, donde con los años encontró otras piezas de piedra
trabajada como esa, la mayoría flechas. Yo las vi en un especiero que no usaban,
junto a otras cosas.
Nunca
pensé que esos vestigios fueran del interés de mi abuelo, un ejidatario que
arreglaba zapatos, que era apreciado en el rancho; todos se referían a él en
diminutivo porque su padre tuvo primero su nombre. Para mí, desde mi infancia,
fue un hombre severo y pronto a la ira, tanto por mi experiencia como por las
narraciones que mi papá nos hacía de él. Era un hombre que se
molestaba por cualquier cosa que no estuviera bajo su control. Alto, un poco
obeso, parecía, así me lo pareció en mi niñez, que siempre estaba molesto.
Sus manos callosas no se diferenciaban de las manos de sus vecinos, para quienes su
vínculo con el pasado no se extiende más allá de los bisabuelos. Sin embargo,
esa afición suya de juntar esas piezas, esas piedras trabajadas, me sorprendió. Mi interés
por la Historia me relacionó con él aquella tarde, más que años de haber
convivido, quizá esa relación ya estaba ahí y no fui consciente de ella sino
hasta esa tarde de invierno.
Mi
abuelo había sufrido el año anterior una neumonía y una grave subida del azúcar
en la sangre, de los cuales quedó muy decaído. El hombre fuerte, quien tenía el
control de todo, era muy diferente en ese invierno. Había ido ese domingo y
otros anteriores con mis padres, iba a partir leña, llevar agua a las vacas,
ayudar a ponerle el bozal a una becerra para que no mamara. Recuerdo que mi
abuelo lamentó no tener la fuerza para ayudarnos.
Aquella
tarde bebíamos café luego de haber partido leña y dado de comer a las vacas.
Quise ver dentro de ese especiero porque estaba en ese estante desde que recordaba, y como si fuera niño extraje de él los tornillos oxidados, una medalla
de San Judas Tadeo, una figura de niño de rosca de reyes y tres o cuatro puntas
de flechas junto a piezas de pedernal trabajado. Los observé y pensé en
aquellos hombres que las hicieron, quienes habitaron antes de nosotros aquellos
campos y cazaron o guerrearon con aquellas piezas.
Mi
abuela le dijo a mi abuelo que me diera todas las piezas. Mi abuelo renegó:
“Oh, tú qué sabes”. Vio las diferentes
puntas de flechas, las palpó con sus dedos callosos, tomó una de las que tenía
mejor forma y me la dio. Es la que guardaba en la bolsa de mi chamarra.
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