lunes, 12 de noviembre de 2012

Una punta de flecha


Esta noche encontré una punta de flecha en mi chamarra que no  usaba desde  la temporada pasada de frío, en febrero o marzo. La flecha fue obsequio de mi abuelo, por ello la dejé en la bolsa del pecho, del lado izquierdo. Él me la regaló ese mismo invierno, en enero, una de las últimas veces que lo vi.
            La flecha de pedernal oscuro tiene unas muescas en las que iba algún tipo de cuerda y tanto podría ser de hace cien como de miles de años. Mi abuelo la encontró en su labor, donde con los años encontró otras piezas de piedra trabajada como esa, la mayoría flechas. Yo las vi en un especiero que no usaban, junto a otras cosas.
            Nunca pensé que esos vestigios fueran del interés de mi abuelo, un ejidatario que arreglaba zapatos, que era apreciado en el rancho; todos se referían a él en diminutivo porque su padre tuvo primero su nombre. Para mí, desde mi infancia, fue un hombre severo y pronto a la ira, tanto por mi experiencia como por las narraciones que mi papá nos hacía de él. Era un hombre que se molestaba por cualquier cosa que no estuviera bajo su control. Alto, un poco obeso, parecía, así me lo pareció en mi niñez, que siempre estaba molesto. Sus manos callosas no se diferenciaban de las manos de sus vecinos, para quienes su vínculo con el pasado no se extiende más allá de los bisabuelos. Sin embargo, esa afición suya de juntar esas piezas, esas piedras trabajadas, me sorprendió. Mi interés por la Historia me relacionó con él aquella tarde, más que años de haber convivido, quizá esa relación ya estaba ahí y no fui consciente de ella sino hasta esa tarde de invierno.
            Mi abuelo había sufrido el año anterior una neumonía y una grave subida del azúcar en la sangre, de los cuales quedó muy decaído. El hombre fuerte, quien tenía el control de todo, era muy diferente en ese invierno. Había ido ese domingo y otros anteriores con mis padres, iba a partir leña, llevar agua a las vacas, ayudar a ponerle el bozal a una becerra para que no mamara. Recuerdo que mi abuelo lamentó no tener la fuerza para ayudarnos.
            Aquella tarde bebíamos café luego de haber partido leña y dado de comer a las vacas. Quise ver dentro de ese especiero porque estaba en ese estante desde que recordaba, y como si fuera niño extraje de él los tornillos oxidados, una medalla de San Judas Tadeo, una figura de niño de rosca de reyes y tres o cuatro puntas de flechas junto a piezas de pedernal trabajado. Los observé y pensé en aquellos hombres que las hicieron, quienes habitaron antes de nosotros aquellos campos y cazaron o guerrearon con aquellas piezas.
            Mi abuela le dijo a mi abuelo que me diera todas las piezas. Mi abuelo renegó: “Oh, tú qué sabes”.  Vio las diferentes puntas de flechas, las palpó con sus dedos callosos, tomó una de las que tenía mejor forma y me la dio. Es la que guardaba en la bolsa de mi chamarra.

            Al terminar el invierno mi abuelo cayó enfermo, sus problemas pulmonares se fueron complicando hasta que el 31 de marzo falleció. Esta noche, cuando descubrí la punta de flecha recordé aquella tarde cuando me la obsequió. Ahora esa pieza, dura, es la memoria de su vida, es el eslabón que me mantiene en contacto con su memoria.

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