Marcharé
este sábado 25 y lo haré de manera escandalosa. No pienso ser discreto, como,
de todas maneras no se me da. Por dos razones es que haré barullo y me mostraré
más joto —sí, se puede— de lo que soy en la cotidianidad. La primera es que los
primeros grupos de la comunidad LGBTI que decidieron reclamar sus derechos no
fueron discretos y no lo hicieron de forma discreta. La segunda es que en
México y en el mundo se sigue matando a las personas por su orientación sexual.
El bar Madame en Xalapa, la
madrugada del 22 de mayo, el Pulse en Orlando la madrugada del 12 de junio son
sólo dos muestras del porqué, a pesar de la aprobación de leyes, del
reconocimiento de la Suprema Corte del matrimonio igualitario y la adopción
homoparental, es indispensable salir a marchar.
Cualquiera perteneciente a la comunidad LGBTI ha
sufrido de homofobia, desde palabras hasta golpes. La mayoría conocemos a
alguien que pereció víctima de esta violencia. Aunque somos visibles como
grupo, por lo mismo somos más vulnerables, somos un blanco a atacar, sino se me
cree ahí están todas las declaraciones de los jerarcas católicos mexicanos o de
otros líderes religiosos que no han parado de despotricar en las últimas
semanas contra lo que llaman el lobby gay o la agenda rosa; el león cree que
todos son de su condición.
Marcharé y lo haré de manera escandalosa, porque
a pesar de la homofobia no tengo miedo. Por cada vez que nos gritaron “Joto”, “Marica”,
“Lencha”, “Marimacho”, “Vestida”, “Mañoso”; por cada piedra que se nos lanzó;
por cada golpe recibido. Marcharé porque nos están matando.
No podemos quedarnos callados, la homofobia no
puede ganar.