“Hasta entre los perros hay razas”, reza
un dicho popular, que refleja mucho de nuestra idiosincrasia. No es lo mismo,
por ejemplo, ser homosexual activo que jota pasiva. En todos los grupos se
ejercen este tipo de diferenciaciones, de jerarquizaciones.
Los
homosexuales hacen distingos entre la obvia y al que no se le nota —la mayoría
jura ser el segundo y los otros son lo primero—, del mismo modo que
todos dicen ser activos, o les cuesta un esfuerzo infinito aceptar que, en
efecto, les gusta morder almohadas. La homofobia internalizada.
Las
conductas sexuales de cada individuo son privadas y le competen a él y a la
persona o personas con quienes las practique (siempre y cuando no esté
implicado el abuso), sin embargo juzgamos más “hombre” al activo que al pasivo
—como si la actividad sexual se redujera a meter y sacar el pene del ano—. Porque,
aunque ambos son despreciables desde la perspectiva heteropatriarcal, lo es
menos el que funge como “hombre” en el acto; el que recibe, el que se raja
(recordando aquí aquella explicación de Paz en el Laberinto de la soledad) es el
poco hombre, es la vieja, es la mujer.
Seguir
con estos discursos sólo perpetúa la discriminación, es, como se dice en mi
rancho: “hacerle el caldo gordo” a los valores y prejuicios de la sociedad
heteropatriarcal; los cuales, a todos (hombres, mujeres, heteros, homosexuales,
niños, ancianos, etc.) nos sentaría muy bien desmantelar.