Nos dice Saint John-Perse, en Para cantar
a una infancia: Sinon l’infance, qu’y
avait alors qu’il n’ya plus? Si no la infancia, qué estaba ahí que ya no está;
qué era lo que hacía al mundo Mundo, con mayúsculas, todo era nuevo y
sorprendente. Sabemos que eran nuestros ojos, nuestros sentidos los que daban
ese halo al que en la edad adulta quisiéramos ver de nuevo, con nostalgia.
Ese
universo al que no podemos volver a tener acceso sino a través de la memoria,
el patio de juegos es un patio, vulgar, sin ningún encanto más allá que fue el
espacio donde los juegos se realizaban. El aire, los olores, los dulces, ahora
nos parecen tan insípidos, y lo son aún
más al lado del niño que sentía el aire en el rostro, que olisqueaba el olor de
la tierra del jardín mientras su madre trabajaba —me gustaba, he de confesarlo,
sacar las lombrices, verlas retorcerse y luego cortarlas por la mitad (qué
terribles, e inconscientes dioses somos a esa edad)—.
Una de las tragedias
es que nuestros sentidos sean tan nuevos en ese momento y que con el tiempo
perciban cada vez de forma más deficiente el mundo. Jamás volveremos a ver esa
tonalidad de azul en el cielo, el sabor —muy a pesar de Proust— de un pan no
volveremos a percibirlo con toda su variedad, con toda esa sutileza.
Aquí tengo que hacer
un apartado, y hablar en favor del adulto en oposición al niño que fuimos, a la
perdida de sensibilidad de nuestros sentidos respondemos con el desarrollo de
nuestro lenguaje, si somos capaces de ver el cielo a los seis años como nunca
volveremos a verlo en toda nuestra vida, nuestra memoria, de la mano del
lenguaje, será capaz de recrear todas esas tonalidades y el brillo de esa mañana
que pasamos tumbados sobre el zacate viendo hacia arriba de nosotros —y aquí reivindicamos
a nuestro querido Marcel—.