Fray Diego está preocupado. Tiene trece
años en las tierras del Yucatán, ha caminado entre las selvas, rescatando de
las manos del demonio las almas de los indios. Son como niños, piensa mientras
los ve cargar sobre su espalda las trojes de maíz. Por eso quiere salvarlos;
por eso vuelven a caer en sus idolatrías.
A
los oídos del fraile franciscano han llegado rumores. Las ceremonias y los
antiguos areitos se siguen practicando, en los cenotes, en las kúes, bajo las
ceibas. Sabe que algunos de ellos aun guardan imágenes de sus demonios, de las
figuras a las que les ofrecían su propia sangre; sabe que los más viejos
resguardan los libros, con esas imágenes de contrahechos rostros y deformes bestias.
Fray
Diego los bautizó, caminó por las selvas para darles la palabra del señor, la
buena nueva. Se pierden, temé; siguen haciendo sus sacrificios. No puede
aceptar que su labor sea inútil.
Hemos
crucificado a un niño bajo la ceiba, a la horilla de un cenote. Le dijo un
joven a quien él había bautizado, el joven está orgulloso y espera la aprobación
de fray Diego. Él calla.
El fraile franciscano
se siente perdido. Tanto ha sido mi error, piensa. No acaba de entender cómo
fue que ellos no recibieron su mensaje, en qué se equivocó. La mano del
maligno; no deja de atormentarse por el niño que ellos crucificaron en la selva, mientras ve
al joven que se lo confesó arder en medio de la plaza de Maní.
*
Aristóclito no es el último
bibliotecario, como él hay otros escribas que caminan por los pasillos polvosos
y viejos de la biblioteca. Copiando manuscritos, revisando los antiguos
papiros, fatigando el mundo en los anaqueles.
Aristóclito
nació en Alejandría, recibió la profesión de su padre. Los pasillos que recorre,
día con día, sabe que apenas son una sombra de lo que fueron. Esa no es ya la
biblioteca que fue en tiempos de César. Su labor es la de una hormiga dentro de
la biblioteca, en sus galerías secas y oscuras.
Desde
el alba hasta el ocaso Aristóclito copia los manuscritos, los archiva, los
aprende, los sueña. Le fue indiferente el sitio que Amr Ibn al-As hizo sobre la
ciudad, los trece meses en que fueron escaseando los alimentos. Se conformó con
comer menos cada día. Fue la misma indiferencia que tuvo su padre cuando los sasánidas
tomaron la ciudad.
Como
sus compañeros, ignoraba a los hambrientos que se unían a los leprosos en las
calles y que estiraban sus sucias manos a los transeúntes. No se preocupaban de
los caballos que rodeaban la ciudad, que envenenaban las aguas del Nilo.
Amr
Ibn al-As hizo que sus caballos y sus jinetes tomaran la ciudad, sus gritos
resonaron sobre los débiles defensores. Los centinelas, hambrientos, no
pudieron herirlo ni a él ni a sus hombres. Se hizo con Alejandría.
Amr Ibn al-As recibió
la orden del califa Omar. Si los libros
contienen la doctrina del Corán, no sirven porque repiten; si la contradicen,
no tiene caso conservarlos. Aunque
el conquistador de Egipto lamenta la decisión, obedece.
*
María de los Ángeles de Kob fue
sepultada en Maní en 1623, a la edad de ochenta y cuatro años. Sus nietos y
bisnietos recordaban de ella su rostro redondo, fragante a especias, doblada
sobre alguna tela donde tejía, y su voz, sus palabras mayas hablando de libros
y dioses consumidos por el fuego.
Ella
se convirtió en el centro de la casa de los Kob. A su alrededor, nueras, hijas,
nietos y bisnietos trajinaban. Ella era cacique en la cocina, todo lo ordenaba:
la cantidad de achiote que debían poner a los guajolotes, el tiempo de cocción
de atoles y la vainilla que llevaban. En las tardes, mientras bordaba vestidos,
les hablaba a sus nietos.
Recordaba
a un fraile, la plaza de Maní, figuras de dioses (Chaak, el joven dios del maíz,
el corazón del cielo, Kukulcan, Ixchel, nombres que en los oídos de los niños
no tenían el poder que tenían para la vieja abuela), los libros de amate
amontonados, las ordenes del fraile, su rosario en la cintura, una tea en la
mano. El fuego leyendo, por última vez, la escritura, saltando de glifo en
glifo, consumiendo los listados de monarcas, las genealogías divinas, reyes
conquistadores y constructores de ciudades blancas y prístinas, poemas tan antiguos como el mundo, a los
gemelos solares y su juego de pelota, la serpiente de doble cabeza que sostiene
el mundo, los cuatro rumbos ardiendo en la hoguera.
Ella nació en T’hó. Era
una niña cuando veía a los Montejo salir de su ciudad para conquistar la
península, entonces se llamaba Itzel. Era descendiente de los nobles, de los
chanes, de los itzaes. Fue bautizada como María de los Ángeles. Sabía la lengua
de los conquistadores, nunca la hablaba. Fue casada con un hombre de Maní,
Francisco Kob.
*
Amr Ibn al-As camina por las calles de
Alejandría. Las pesuñas de su caballo resuenan, todos callan a su paso. Del
desierto corre un ligero viento, mece la capa del conquistador. Hacía el sur
arde el fuego del Faro.
El
caballo se detiene frente a un edificio de piedra caliza, fue mucho más grande
y sólo sobrevive la esquina que el conquistador observa. Los soldados de Amr
Ibn al-As entran al edificio. Él ve los arcos construidos siglos antes.
Los
bibliotecarios son sacados a empujones de su santuario. Algunos cargan entre
sus túnicas los papiros en que trabajaban, los soldados se los arrebatan, no
les importa desgarrarlos. La luz de la calle, de la tarde, lástima los ojos de
los trabajadores de la biblioteca.
Para
ellos es un accidente más; los gobernantes que vienen a interrumpirlos, apenas
por un tiempo, de su actividad en la biblioteca. Como Amr Ibn al-As otros ya
han intentado destruirlos: Teofilo, obispo de Alejandría; Valeriano perseguidor
de Zenobia; Diocleciano; Julio César. El día de mañana, pasado mañana, el
conquistador islámico se ira, como se fueron los otros, y ellos volverán a sus
anaqueles, a las galerías y a los manuscritos.
Los
soldados traen teas, entran a la biblioteca. El humo comienza a salir de las
pequeñas ventanas. Las llamas se reflejan sobre los muros. El papiro arde,
Beroso y su Historia Babilónica, los cien dramas de Sófocles, el emperador
Claudio y su historia de los etruscos y su historia de los cartagineses, desde
la India hasta Hispania todo arde, el techo cruje, las llamas lo consumen todo.
La
voluntad de Alá se ha cumplido. Alcanzo a escuchar Aristóclito, a Amr Ibn al-As
mientras subía a su caballo. Esa noche Alejandría tuvo dos faros, su humo se
elevaba sobre la ciudad.
*
La joven Itzel llora. Su marido, junto a
ella no dice nada, también está acongojado. Los viejos gritan, invocan a los
búhos del inframundo. Fray Diego lanza sobre la pira más objetos, al infierno
han de ir los demonios, piensa, mientras lanza los encuadernados libros de
amate y piel de venado.
Los
Xiu no dijeron nada, no se opusieron. Lo ven todo, muy cerca de fray Diego. Los
libros que pertenecieron a su familia, junto con Uxmal y las tierras del
occidente, arden en la pira de fray Diego. Se persignan cuando el fraile se los
ordena.
El
fuego se traga todo. Cruje y deja tras de sí humo y cenizas. Los espíritus en la selva callan, la noche avanza sobre
Maní, las brazas de la pira se van apagando, Itzel y los demás no quieren irse,
ven, incrédulos, las cenizas en medio de la plaza, el polvo de los dioses.
*Publicado en la Antología de Becarios del FONCA 2010-2011 Primer periodo, Tierra Adentro, septiembre de 2011