jueves, 13 de diciembre de 2012

Santaclós o la frustración


En estos días he recordado el tiempo en que mis papás nos llevaban a mi hermana y a mí nos llevaban a la ciudad o las tiendas de los campos menonitas a escoger el regalo que Santoclós nos iba a traer. Íbamos de tienda en tienda, viendo juguetes, pensando cómo podríamos jugar con ellos, cómo relacionarlos con los juguetes que ya teníamos, mientras mi mamá consideraba el precio y lo adecuado del juguete para nosotros y nos desanimaba cuando ella consideraba que no era el adecuado.
            Mi mamá fue experta censora, evitó todo aquello que denotará violencia (aunque, la excepción a la regla, una vez sí me compró una pistola con balas de hule) y favoreció todo aquello que reforzaba los roles de género (granjitas, trilladoras, trenes, carros eran para mí, mientras mi hermana recibía muñecas, casitas, trasteritos). A pesar de ello nosotros jugábamos entre sí, por lo que Betty me ayudaba a construir carreteras de zoquete y a mover circos en el tren, mientras yo marcaba los límites que tendría su casita y poníamos juntos lo que haría las veces de muebles, además me tocaba tomar el Ken cuando jugaba con sus Barbies. Lo cierto es que entonces ni siquiera me pasaba por la cabeza que mi mamá censuraba los juguetes que nos daba, ni siquiera creo que lo hiciera de manera consciente; los regalos que tuve de niño me gustaron, me divertía mucho descubrirlos en mi almohada la mañana del 25 de diciembre (esa era la costumbre que tenía Santoclós en nuestra casa).
            Para mí la sorpresa no era la mañana de navidad, que ya sabía qué me iban a traer, lo había escogido antes, aunque guardaba la esperanza de que hubiese recapitulado y me fuera a dar algo que deseaba más, ese algo cambiaba año con año. Ese problema fue uno de los primeras insatisfacciones que tuve con el habitante del Polo Norte. Deseé en varias navidades un Caballero del Zodíaco, el que fuera, los veía en las tiendas de importaciones y quería uno (en casa jugaba a ser uno de ellos, una gorra era el casco, los cuernos torcidos de una bicicleta las hombreras, alambres las cadenas de Andrómeda, pero no era lo mismo que un muñeco de acción con su armadura desmontable y que podía armarse como la figura del zodíaco que era);  también quise un violín, no tenía como aprender a tocarlo, pero lo quería; y un transformer, que tampoco me interesaba cuál con que fuera transformable (de ese estuve más cerca, compré uno pirata en un viaje escolar con el dinero para la comida y después en un bazar mi mamá me compró otro, ese sí Starscream).
            Pistolas y juguetes bélicos nunca quise, con eso mi mamá no tenía problemas, pero su objeción por la violencia implícita en ese tipo de chucherías se proyectó sobre los Caballeros del Zodiaco y esgrimía ese argumento para que yo no los pidiera, o en otras palabras, para que entendiera porqué no me lo iba a traer Santoclós. En ese caso fue tanto mi deseo de tener un muñeco de acción de ese tipo que aún hoy, cuando llegó a ver uno en una tienda departamental me emocionó como cuando niño y deseo tenerlo.
            Aunque deseé esos juguetes no fueron la mayor frustración que tuve en relación al anciano obeso vestido de rojo, una la tuve porque no recordé que nos visitó para entregarnos nuestras bicicletas, la otra cuando supe que mis papás eran Santaclós.
            En el ejido donde crecí había un hombre que tenía cámara de video y que se disfrazaba, a veces, de Santoclós para darle los regalos a los niños, los regalos que por su puesto sus padres habían comprado. Ese año mi hermana y yo pedimos bicicletas, uno de los regalos que más caros les salieron. En la mañana encontré la mía al pie de la cama, era verde con negro y sus llantas olían a caucho nuevo, en la sala nos esperaban mis papás y me preguntaron que si qué pensaba por la visita de Santoclós, les dije que no lo vi. Ellos en respuesta pusieron un casette en la video y me vi, en pijama y adormilado abrazando al viejo vestido de rojo con una barba blanca falsa. Nunca pude recordar ese momento, recuerdo el video y yo contento por el regalo, pero no que me hubiesen despertado ni que fue Santoclós y todo lo demás.
            La otra frustración fue cuando acabaron mis ensoñaciones en relación a este personaje y su taller en el Polo Norte. Una tarde por estas fechas mis papás nos contaron que ellos eran Santoclós, yo no podía creerlo, me sentí afrentado y por ello lloré toda esa tarde, hasta terminar hipeando como sólo consiguen hacerlo los niños. Yo  tenía diez años y la navidad, a partir de ese día perdió mucha, mucha de su magia. Ahora, ya sin la frustración que Santoclós me dejó disfrutó la Navidad porque hago, junto a mi hermana y mi mamá la cena, convivo con la familia y doy presentes. Felices fiestas.

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