jueves, 5 de febrero de 2015

Si no la infancia...

Nos dice Saint John-Perse, en Para cantar a una infancia: Sinon l’infance, qu’y avait alors qu’il n’ya plus? Si no la infancia, qué estaba ahí que ya no está; qué era lo que hacía al mundo Mundo, con mayúsculas, todo era nuevo y sorprendente. Sabemos que eran nuestros ojos, nuestros sentidos los que daban ese halo al que en la edad adulta quisiéramos ver de nuevo, con nostalgia.
            Ese universo al que no podemos volver a tener acceso sino a través de la memoria, el patio de juegos es un patio, vulgar, sin ningún encanto más allá que fue el espacio donde los juegos se realizaban. El aire, los olores, los dulces, ahora nos parecen tan  insípidos, y lo son aún más al lado del niño que sentía el aire en el rostro, que olisqueaba el olor de la tierra del jardín mientras su madre trabajaba —me gustaba, he de confesarlo, sacar las lombrices, verlas retorcerse y luego cortarlas por la mitad (qué terribles, e inconscientes dioses somos a esa edad)—.
Una de las tragedias es que nuestros sentidos sean tan nuevos en ese momento y que con el tiempo perciban cada vez de forma más deficiente el mundo. Jamás volveremos a ver esa tonalidad de azul en el cielo, el sabor —muy a pesar de Proust— de un pan no volveremos a percibirlo con toda su variedad, con toda esa sutileza.
Aquí tengo que hacer un apartado, y hablar en favor del adulto en oposición al niño que fuimos, a la perdida de sensibilidad de nuestros sentidos respondemos con el desarrollo de nuestro lenguaje, si somos capaces de ver el cielo a los seis años como nunca volveremos a verlo en toda nuestra vida, nuestra memoria, de la mano del lenguaje, será capaz de recrear todas esas tonalidades y el brillo de esa mañana que pasamos tumbados sobre el zacate viendo hacia arriba de nosotros —y aquí reivindicamos a nuestro querido Marcel—.   

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