viernes, 30 de enero de 2015

El escritor impúdico

El escritor ha de ser impúdico, no sólo en la acepción lúdica que se le da al término (en ese aspecto ha de tener cuidado con vanagloriarse de su falta de pudor), sino en cuanto a su mundo interior. El mundo interior, ese abstracto que cada uno de nosotros construimos con nuestras opiniones, emociones, recuerdos, juicios y prejuicios, es lo que el escritor, sin ningún miramiento debe de poner en la hoja en blanco.
            Y ahí radica el problema, ahora sí que como dicen los gringos, ahí es donde la caca le pega al ventilador. Por qué, porque nuestro mundo interior es, en última instancia, lo único que poseemos, nuestro refugio y defensa contra el mundo exterior, contra los demás.
            Mostrar aquello que rebulle dentro de nosotros, lo que somos, al fin, es abrir las puertas de la ciudad sitiada, dejar al enemigo, los otros, entrar. Todos, al menos quienes lean lo que escribamos, conocerán nuestros secretos, quedaremos sin defensas. Esa es una de las razones por las que los malos escritores no se atreven a abrir las puertas de la defensa, por la que siguen siendo pudorosos.
            Somos pudorosos porque tememos que se rían de nosotros, la forma más sencilla de pudor, el temor a que nos vean desnudos, se deriva de la risa que nuestra desnudez pueda causar, los otros ríen de nosotros mientras permanecemos sin ropa, sin esa defensa que representa la ropa frente a ellos.
            Pero la escritura, toda forma de arte verdadera, implica que el artista tome su mundo interior y lo transforme, la actitud cambia, estás frente a los demás y ya no te quedas desnudo por accidente, conoces tu cuerpo y sabes que lo puedes mostrar. Desnudar tu alma —recurro a un lugar tan usado, pero que dado el objetivo de lo que se quiere decir, funciona (¿por qué, si no, los lugares comunes han llegado a serlo?)—, dejar tu espíritu en la obra, porque al fin, sino es esa obra qué quedará de nosotros, nuestro mundo interior se irá cuando demos el último respiro y de qué habrá servido todo ese universo propio que creamos si no fuimos capaces de comunicarlo, de que alguien pudiera compartir lo que en algún momento nos hizo sentir un atardecer de invierno en la casa paterna o ese beso robado a los diecinueve años.  

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